lunes, 28 de diciembre de 2009

El Tabernáculo (4ª parte) "La mujer de tu vida" (I)

Hoy hay poca gente en El Tabernáculo. La mayoría de los clientes se han marchado de vacaciones o a sus pueblos, a pasar el fin de año con sus familias y los que nos hemos quedado, por el motivo que sea, parece que nos moviéramos como en cámara lenta, como yendo sin prisa hacia la normalidad que volverá en enero..
Cuatro clientes habituales beben sus aperitivos sentados frente a la barra, mientras en las mesas sólo hay clientes de paso. Una mujer de unos cuarenta años, bastante atractiva que consume un desayuno tardío de café con leche y sándwich de jamón y queso y, en otra mesa, un joven treintañero con traje, gafas y maletín, uno de los tantos aspirantes a “yuppie” que los túneles del metro regurgitan cada mañana, que bebe su cerveza lentamente, a sorbos separados entre sí por las aceitunas que un palillo acerca cada tanto a su boca. Son desconocidos. No cruzan ni una palabra entre sí, ni con los de la barra. Conmigo, nada más que las indispensables para dar los buenos días y hacer su pedido.
Los cuatro habitués de la barra conversan entre sí morosamente, como con desgano, sobre el tema recurrente de siempre: mujeres. Más precisamente, departen acerca de las cualidades físicas de la única mujer que hay en este momento en el bar: la rubia (porque es rubia, probablemente teñida) que está sentada a la mesa.
Uno de ellos sentencia, lapidario: “es guapa, pero no es la mujer de mi vida”, comentario que provoca una pausa pensativa en el resto de contertulios y que yo aprovecho para meter baza en la conversación, con el propósito de despertar a mis clientes de su letargo, de que sacudan sus neuronas y pongan algo más de pimienta al anodino intercambio de opiniones que me están obligando a escuchar, nada más que por simple proximidad.
“¿Y se puede saber cómo serían las mujeres de sus vidas?”, pregunto en general. Y luego especifico, dirigiéndome al primero por la izquierda, que es el último que habló: “Por ejemplo, la tuya”.
Se produce un largo instante de silencio, que sólo sería interrumpido, si pudiéramos oírlo, por el ruido de los cerebros en funcionamiento repentino. Después de darle un par de sorbos a su vermú, como buscando inspiración, el aludido responde.
“No lo sé, de verdad, jamás he pensado en ello, ni ella tampoco se me ha presentado todavía. A estas alturas, tampoco creo que lo haga, aunque nunca se sabe. Dicen que nunca es tarde, pero yo creo que a mí ya se me pasó el arroz. Ya me ven, soltero todavía con casi sesenta y cinco años.. Lo que dije de esta chica de ahí no es verdad. En el fondo es impotencia, porque sé que una mujer así, aunque no sea nada del otro mundo, aunque sólo sea guapa a secas, sin más aditamentos, jamás le haría caso a un tipo como yo, principalmente por la diferencia de edad, ya que podría ser su padre. No me quejo, porque yo mismo elegí estar solo, quién sabe si por cobardía, pero así es, no creo que exista la mujer de mi vida.”
Interrogo al siguiente con una inclinación de cejas. Es un joven de veintipocos años que bebe ron con cola.
“A mí me gustan todas. A la viejita de la mesa de ahí no saben cómo le daría, si me diera pié. Mientras tengan buenas tetas y buen culo, lo demás da lo mismo. Rubias, morenas, pelirrojas. Tampoco es necesario que sean muy guapas, porque las feas suelen ser mejores en la cama, para compensar, supongo. Las que son muy lindas esperan que lo hagas todo por ellas y no te suelen dar nada más que su belleza. En resumen, la mujer de mi vida son todas”.
Luego del discurso breve, pero esclarecedor del “Testosterona Kid”, invito a dar su opinión al tercero en discordia.
“Las mujeres de mi vida acabaron de la misma forma, porque, sin quererlo y sin saberlo, no hice más que repetir modelo al elegirlas. La primera llegó muy joven, fresca animosa, dispuesta a darme hijos y formar una familia y así fue durante un lapso prolongado, pero luego el tiempo, y yo, que fui su aliado, la fuimos cambiando. Las sonrisas se transformaron en insultos y recriminaciones, los hijos en armas arrojadizas, los proyectos empezaron a morir antes de nacer, yo me transformé en un pobre tipo y ella en una resentida que arrastraba conflictos con su padre que nunca resolvió cara a cara y cuyas facturas acabó pasándome a mí, que no podía ni quería pagarlas. Se quejó y me culpó durante años, pero nunca se fue de mi lado, como si quisiera joderme a cadena perpetua. Finalmente, fui yo el que se largó con lo puesto, con una mano detrás y otra delante, a vivir en una pocilga.
La segunda llegó sin buscarla. Una cena con amigos, una conversación animada que duró toda la noche y continuó al día siguiente. La cadena inacabable de coincidencias: Si una noche de invierno un viajero, de Calvino, el lado de la cama para dormir, las ganas de conocer Praga, el agua fría para lavarse los dientes, la debilidad por los gatos y así mil cosas.. Después, el paraíso en su voz, en sus ojos, sus caricias. Sin embargo, como nada es perfecto, ese paraíso se interrumpía a veces por la intrusión en ella de una especie de “otro yo” que la transformaba en una especie de monstruo, depresivo e insultante que unos día después se marchaba imprevistamente, como había venido. Si embargo, el “alter ego” fue ganando terreno de a poco y yo me fui quedando sin fuerzas, cansado de pagar las cuentas que le dejaron a deber su padre muerto y su familia viva, harto de un paraíso transformado en infierno cotidiano.
Y así hasta hoy, señores, haciendo cierto el dicho de que el buey solo bien se lame, creyendo con muy poca fe que la mujer de mi vida está todavía por ahí, en alguna parte, pero mirando hacia otro lado, por las dudas, no sea cosa que algún día crucemos nuestras miradas.”
Te toca a ti, le digo al último de la fila, cincuentón él, como el anterior, aunque aparenta varios años menos y bebe cerveza sin alcohol, igual que su vecino.
“La mía tal vez ande por ahí, tal vez sea rubia y con pecas. Tal vez tenga una sonrisa espléndida y cara de muñeca. Tal vez se sienta bien conmigo y es seguro que yo me siento bien con ella, pero no sé si quiero saber si es la mujer de mi vida. Tal vez porque le llevo algunos años y me veo algo viejo a su lado, tal vez porque me siento vacío y no sé si podré darle todo lo que me pida, tal vez porque mi destartalada osamenta ya no pueda soportar un no por respuesta sin quebrarse. ¡Por Dios!, cuántas frases tontas para decir lo que se puede resumir en una sola palabra: miedo. Ya lo dijo el compañero antes, al principio todas parecen la mujer de tu vida, pero acaban transformándose en un escuerzo y supongo que para ellas seremos lo mismo. Se me pasará, supongo, tal vez un día de estos le hable, a ver qué pasa, aunque seguramente para entonces será tarde, se habrá cansado de esperarme y me dará vuelta la cara para mirar a otro o, simplemente, para no ver la expresión patética de mi cara. La historia de mi vida, en suma, siempre ha sido así.”
Llegan siete nuevos parroquianos y se sientan en distintas mesas. Me dispongo a atenderlos cuando me llega la pregunta de Testosterona Kid: ¿Y la tuya, cómo es?
Sin darme la vuelta para mirarlo, sonrío y le digo en voz alta: Eso, para otro día, cuando esté como vosotros, detrás de la barra, con una birra en la mano. Ahora tengo que atender a estos clientes. Otro día, tal vez….

miércoles, 19 de agosto de 2009

¡Chau, Loco! (Artículo periodístico 5)

Estoy muy solo, Enrique, estoy muy solo. Con esta frase abriste y cerraste nuestra conversación de hace cerca de un mes y entonces supe que algo no iba bien. Más allá del tono tembloroso de tu voz en el teléfono, el hecho de que me llamaras Enrique y no Manolo o Catorce, los apodos con que me rebautizaste hace años fue lo que me hizo despertar sospechas.
Ya me habías hablado de la mancha en el pulmón (inofensiva, dijiste) y de la operación y los estudios a los que debías someterte, pero esta vez centraste todo en un supuesto mal de vesícula. Supuesto, sólo eso. Otra mentira para ocultar la verdad.
Me cuesta escribir, Loquito, sabiendo que jamás vas a leer lo que aquí te digo, de frente, como siempre fuimos vos y yo, aunque no estés (pero estás) Me cuesta por el dolor, claro está, pero también porque no acabo de encontrar el tono del escrito.
Podría probar el tono de reproche, sobran motivos. Por irte así, sin decir nada, sin tratarte, sin luchar, sin pensar en el boquete de dolor que dejabas en los otros, por no pensar en tu madre, en tus hijos, en tus amigos, en los que te quieren, en suma, pero ¿quién soy yo para reprocharte nada? Porque a mí también me cabe parte del sayo de haberte dejado solo cuando me fui del país. Todavía hay parientes y amigos que no me lo perdonan. Como le cabe a los amigos, que un día, sin venir a cuento, dejan de llamar por inercia, nomás. Como a las ex parejas, que se quedan rumiando resentimiento y deseos de venganza, sin asumir su parte de responsabilidad en el fracaso, que la tienen, siempre la tienen, por muy villano que te pinten. Como a los hijos, que nos exigen que seamos los mejores del mundo en un oficio que carece de academias, que reclaman para sí todo el cariño y las caricias, pero que se olvidan de que llega un momento en que los que necesitamos esos mimos y caricias (una llamada, un regalo de cumpleaños o del día del padre, una invitación a un café) somos nosotros, que empezamos a ser viejos y, por lo tanto, niños de nuevo y se intercambian los roles. Como al resto del mundo, que nos exige que vivamos con arreglo a unas pautas lejanas a nuestros principios, obligándonos a tragar sapos de toda laya y tamaño sin rechistar, porque somos responsables de una familia que, a veces, asume este hecho como “normal”.
Tampoco cabe el tono laudatorio, porque a vos también te cabe el sayo de la responsabilidad en tus metidas de pata existenciales, en el cariño retaceado hacia los que te rodearon, en la celebración de rituales peligrosos para tu salud física y mental. Vos sabrás.
Y aquí estoy, escribiendo en el vacío literatura barata. Una vez, una mujer se enamoró de mí y de lo que escribía, pero se desenamoró con el tiempo y entonces le escribí una carta a corazón abierto que ella, supongo que para lastimarme, aunque tal vez con razón, calificó de literatura barata. Probablemente esto sea más de lo mismo.
En nombre de los pibes te digo que te vamos a extrañar el resto de nuestras vidas. Sí, los pibes dije, porque a pesar del paso de los años, de las canas, de las panzas, de las caries, de las heridas de guerra, todavía somos pibes por dentro y cada cierto tiempo nos reunimos a reírnos y llorar acordándonos del pasado, pero mirando de frente al futuro en la cara de esos hijos que vimos nacer juntos, ¿te acordás?
Personalmente, tendré que acostumbrarme no oír más tu exhortación lunfarda. “No te trabés, Manolo”, me decías cada vez que el trapo rojo me obnubilaba la visión cuando embestía los obstáculos con esos cuernos que ya han perdido filo, con ese ímpetu que ha menguado. “No hagás cagadas”, me decías.
Pero vos no te aplicaste el cuento, porque quién sabe cuando se trabó el casete, porque te mandaste, al final, la cagada de tu vida. Y aquí quedamos los demás, con el nudo en la garganta, como si tuviéramos una corbata invisible por dentro, solos de vos, igual de solos que vos, con las mismas taras.
Andá tranquilo, entonces. Nos veremos donde sea si hay otra vida, si hay cielo o infierno, porque no me cabe duda de que, en tal caso, iremos al mismo sitio y allí habrá un bar y beberemos ginebra con café y tus manos tembleques (como las mías) removerán los cubitos con el dedo, como solías hacer. Y discutiremos sobre política o sobre cualquier tontería y al llegar la noche nos abrazaremos con un beso y nos diremos como ahora: chau, Manolito… chau, Loco… hasta la próxima….

martes, 11 de agosto de 2009

El Tabernáculo (tercera parte)

Yo quiero ser un viejo decadente

Así se titula la canción que Serafín comienza a cantar todas las noches, cuando el vino enrojece sus ojos de agua y oscurece su pensamiento. Invariablemente, pronuncia las dos primeras estrofas con cierta claridad:

Yo quiero ser un viejo decadente
Y emborracharme de camino al hospital
Antes de que un matasanos sin licencia
Me opere el páncreas y la válvula mitral.
***
Quiero estrenar una Ferrari Testarossa
Con mil caballos tirando del motor
Para que haga las veces de carroza
Cuando decida enterrar el pulmotor
***
Luego se duerme sobre la barra entre balbuceos que probablemente remitan al resto de la inacabada canción de nuestro Brassens particular, frases aisladas acerca de llevar un piercing en la punta del condón, de agujerearse las orejas con la risa de alguna señorita o de tener un pez dorado en el bidé, requisitos indispensables para ser un viejo decadente, según Serafín, en toda regla.
Después de no más de media hora de siesta, nuestro amigo se despereza como un gato, agita su peluca color zanahoria para despejarse y retoma el discurso que había interrumpido para dar paso a sus habilidades canoras. Su vida y sus intenciones.
“Yo sé que la gente habla de mí como de un bicho raro y eso es, justamente, lo que pretendo, llamar la atención. A los viejos nadie nos hace caso y eso hace que algunos, la mayoría, nos dejemos morir sin más. ¿Has pasado alguna vez frente a la puerta de una residencia de ancianos?, ¿has mirado hacia el interior? Habrás notado entonces la cantidad de hombres y mujeres sentados en sofás o sillas de rueda con la mirada fija en el vacío, mirando pasar la vida de los otros mientras la suya se consume como una vela, poco a poco, entre el Alzheimer y la arterioesclerosis. Yo no quiero eso para mí y por eso elegí ser lo que todo el mundo considera un “viejo decadente”, como forma de protesta pacífica. ¿Sabes qué hago por las tardes? Me dedico a perseguir jovencitas por el parque, pero no, no soy un pedófilo ni un degenerado, sólo las persigo algunos metros, porque la osamenta ya no me permite más, mientras las miro y disfruto de su juventud sin dirigirles la palabra. ¿Para qué?, si no les interesa nada de lo que pueda decirles. Otras veces me planto frente a alguna veterana como yo y le propongo besarnos, para oír el sonido del entrechocar de nuestras dentaduras y de nuestras rodillas, a ver cuál es más fuerte. Por muy extraño que parezca, alguna aceptó el convite, obligándome a atiborrarme de Viagra las neuronas para estar a la altura de sus fantasías. Imagínese usted, a mi edad. Vivo solo, mi mujer murió hace tres años, la maté yo, supongo… en realidad, fue un accidente de tráfico, nos estrellamos contra un árbol que se nos venía de frente, justo hacia la mitad del capó. Yo tenía dos opciones: dar el volantazo hacia la derecha y recibir el impacto de lleno sobre el lado izquierdo del coche, el del conductor, o girar hacia la izquierda y que el golpe fuera del lado contrario. Ya sabe qué elegí. No sabría decirle si fue un acto voluntario o inconsciente, supongo que moriré con la duda, aunque tal vez algún día decida sincerarme. Le confieso que temo la respuesta. Ya no la aguantaba, francamente, y más de una vez tuve ganas de retorcerle el cogote, concretamente, cada vez que intentaba suicidarse. No eran intentos reales, en verdad, pero tenían la fuerza suficiente como para crearme cargos de conciencia y obligarme a permanecer a su lado aunque me hiciera la vida imposible y no me diera un minuto de respiro. La vida es así, ¿lo ve usted? Rara, difícil, pero agradable a pesar de todo, por eso quiero ser como soy, aunque se rían de mis extravagancias.”
Otro par de vinos renuevan los afanes canoros del anciano, preámbulo a una nueva siesta sobre la barra del fauno de los parques, sátiro impotente al volante de una Ferrari con motor de ciclomotor, cantautor borracho con peluca de color zanahoria y sueños de adolescente senil.

sábado, 27 de junio de 2009

El Tabernáculo (2ª parte)

El Tabernáculo
(dos)
Hay poca gente a esta hora en el Tabernáculo. Sobre la mesa de un rincón, el Hipnopolita da cuenta de su cuarta cerveza mientras garabatea en un trozo de papel arrugado alguna de sus elucubraciones filosóficas. En otra mesa, más cerca de la puerta, una pareja madura de clientes de paso bebe con parsimonia y casi sin hablarse un par de gin tonics.
Parecen un matrimonio de muchos años, de esos que ya casi no tienen nada que decirse, que hubiera hecho un alto en el camino de su rutina para calmar la sed o mitigar los efectos del intenso calor de afuera.
Tal vez todo sean fantasías mías y nada de esto sea cierto. También podrían ser dos antiguos novios de la adolescencia que se han reencontrado por internet y en la primera cita están descubriendo que ninguno de los dos se parece en nada al que fue.
Lo cierto es que con tan pocos clientes no tengo casi nada que hacer, así que mientras repaso por enésima vez los vasos con el trapo, me dedico a imaginar qué clase de personas podrían ser aquellos clientes que no conozco de nada. Lo malo es que se marchan sin darme apenas indicios que me permitan confirmar si mis especulaciones fueron acertadas.
El señor de Tossa y Maritere están sentados frente a la barra, butaca de por medio. Se conocen de vista, de verse aquí, en el Tabernáculo, como clientes habituales que son, pero, que yo recuerde, jamás han intercambiado más que el saludo habitual entre los parroquianos cuando alguno llega o se marcha. Él bebe una cerveza sin alcohol y ella un ron con cola.
No puedo decir a ciencia cierta si el señor de Tossa se dirige a mí o intenta establecer conversación con Maritere, pero sí que esa historia ya me la ha contado antes. Ella escucha con más atención que yo el relato de cómo una foto suya, sentado en un sillón de un hotel de Tossa, sonriendo mientras sostenía las dos muletas que entonces llevaba, dio origen al apodo que ahora ostenta con orgullo.
Dice que tanto la foto como el bautismo se los hizo su ex pareja, una mujer maravillosa que también había dado a una calle ignota de Sitges, pegada a la vía y en marcada pendiente, el nombre de “La Cuesta de Cambalache”, porque él le había cantado ese tango mientras ascendían la cuesta un día cualquiera, como forma de no pensar en el esfuerzo al que le obligaban las muletas y su pie enfermo.
Después de una pausa, es Maritere la que rompe el silencio para preguntar qué fue de ella.
Quién sabe, dice el señor de Tossa. Tal vez, en realidad ella haya sido solo un hermoso sueño y una mujer así jamás haya existido. Tal vez sólo haya habido por mi parte el deseo de que ella fuera parte de mi vida, pero yo prefiero creer que fue real, que no ha sido sólo una ilusión.
Supongo que le tuvo miedo al futuro y por eso se refugió en su pasado. El futuro es impredecible, pero al pasado podemos modificarlo, porque los recuerdos se pueden manipular para que se adapten a lo que nosotros queremos que haya sido nuestra vida y así, el que fue un cabrón pasa a ser, como por arte de magia, un ser bellísimo y viceversa. Yo ahora no soy más que uno de esos cabrones y ella alimenta su soledad con los recuerdos distorsionados de aquellas cosas que no se atrevió a enfrentar y cree que, en verdad, ha vivido como ha querido. Por lo que sé, está sola, refugiada en convertirme cada día más en un recuerdo negro, pero es joven, todavía, y no sabe cuánto puede llegar a pesar la soledad.
¿Pesa mucho?, pregunta Maritere.
La soledad es como la diabetes, sigilosa, silente, sibilina. Te come poco a poco,
con mordiscos suaves, casi imperceptibles. Como la diabetes, al principio pesa poco, casi parece que no está, porque se disimula en el hedonismo de ocupar cuando se nos canta el mejor lugar de la cama, de comernos la tostada menos quemada, de no tener que esperar para ducharnos, de asistir a todos los conciertos de los Redondos sin que el no tener con quién dejar a los hijos nos lo impida. Para mejor, a veces, nuestra soledad se interrumpe por un rato en un espejismo de amor, que durará hasta que el otro se harte de comerse siempre la tostada quemada.
Y así vamos por la vida, hasta que un día viene el tordo y te dice que los riñones no te funcan como antes, que en cualquier momento la podés palmar de un bobazo, que el pajarito no te va a cantar como cantaba o que el glaucoma te va a hacer compartir visiones con Borges.
Ahí te das cuenta de cuánto pesaba la carga que llevabas, porque tenés todas las tostadas para vos, fuiste a todos los conciertos de los redondos y seguís duchándote (o no) cuando te da la gana, pero a tu lado no hay un perro que te ladre. Y sabés que te vas a morir, tal vez pronto, con la certeza de que te vas a pasar una eternidad en solitario, alimentando a los gusanos. Y entonces te das cuenta de que a las tostadas quemadas las podrías haber raspado un poquito antes de comerlas, para mejorarles el sabor, de que, al final, los Redondos siempre tocaban las mismas canciones que en los discos, de que mientras esperabas turno para la ducha podrías haber cebado unos mates para matar el tiempo.
Ahora es el tiempo el que te va a matar a vos. La Parca está ahí, ¿ves la guadaña? Y tu osamenta destartalada corre hacia el final del camino a más velocidad que el jamaicano ese, el Bolt, y vos te ves correr como el correcaminos a pesar de que sobre tus hombros cargás el bulto de tu soledad que, ahora sí, sabés que pesa toneladas.
De todas formas, yo sigo cantando, aunque sólo sea para mí y a la Cuesta de Cambalache se le ha quedado ese nombre para siempre, eso ya no habrá quien lo pueda borrar. El señor de Tossa todavía sonríe en la foto, y ya no necesita muletas.
Después de un intervalo de silencio que parece eterno, el señor de Tossa pide otra cerveza y Maritere canta, con una voz casi inaudible, una melodía que parece un tango: “Muchacho, que porque la suerte quiso, vivís en un primer piso de un palacete central....”

miércoles, 3 de junio de 2009

El Tabernáculo

El Tabernáculo

(uno)

Cuando me hice cargo del Tabernáculo no se llamaba así. Su propietario anterior lo había llamado “El Floridita”, tal vez creyendo que resultaba de lo más original bautizar de esta guisa a un bar de mala muerte, supuestamente especializado en servir mojitos de ron de garrafón.

Ahora sigue siendo un bar de mala muerte, pero la bebida es buena, los precios asequibles y está atendido por un escritor, cosa que le da un cierto aire a cosa distinta, aunque esta característica mía no se deba corresponder, necesariamente, con mis habilidades para estar detrás de la barra.

Tampoco es que el nuevo nombre del tugurio sea un dechado de capacidad creativa, pero se lo puse porque desde pequeño me llamó la atención que, para designar a un templo religioso, se utilizase una palabra sacrosanta que está compuesta por otros dos vocablos que, por el contrario, están, por así decirlo, estigmatizados y anatematizados por la religión al uso, como lo son “taberna” y “culo”, ambas símbolos claros del pecado en sus más bajas formas.

Como diría Sabina, pongamos que hablo de Madrid, pero sólo por decir algo, por darle al Tabernáculo una ubicación aleatoria, ya que bien podría estar en la capital de España como en Barcelona, Chicago, Buenos Aires o Hong Kong. Eso no afectaría demasiado a sus clientes, gente común y corriente de una gran urbe como cualquiera. ¿Importa de verdad si se trata de una ciudad o de otra? Al fin y al cabo, las grandes metrópolis son como los centros comerciales: las mismas tiendas, la misma ropa, los mismos colores, la misma fiebre consumista, las mismas ansias de querer y no poder, las mismas prisas para ir hacia ninguna parte, los mismos viejos comprando el último videojuego para el nieto, los mismos adolescentes corriendo como pollos sin cabeza por los pasillos, detrás del último modelo de zapatillas o de aparato japonés para quedarse sordo escuchando a todo volumen la imitación de los ruidos urbanos que produjo en su computadora el último pope de la música electrónica casera, alguien a quien mañana nadie recordará, porque habrá sido remplazado por un nuevo genio efímero, seguramente más joven aún que su antecesor.

Gente común, en suma. La misma gente común que, en cuanto las circunstancias se lo permiten, se meten en sitios como el Tabernáculo después de haber perdido infructuosamente el tiempo buscando quién sabe qué entre un conglomerado de grandes edificios que no tiene nada que ofrecer, que les ha mentido siempre y les volverá a mentir mañana, que les roba su energía y su ilusión a cambio de unas migajas de hastío y de vergüenza por no haber podido ser ni tener aquello que habían querido.

Pues eso, oficinistas cagatintas, médicos toxicómanos, abogados corruptos, peluqueras parlanchinas, putas de esquina y de libro de familia bendecido, pescadores malolientes. Gente sin más, como usted y como yo, esa es la clientela del Tabernáculo, nada de otro mundo, como se puede apreciar.

Y yo del otro lado de la barra. Un escritor con poca imaginación que mira pasar la vida, las vidas ajenas y la propia con más pena que gloria, acechando el paso casual de alguna historia interesante para jugar a ser Dios, transformándola un poco, intentando darle cierto brillo literario para que lo escrito en el papel atraiga, aunque sea sólo por un instante, la vista abotargada de algún lector desprevenido.

La casa invita. Esa fue la frase mágica, desde que se me ocurrió la idea, para conseguir que los propietarios de las historias me las cedieran a cambio de un par de vasos de licor. No es tan mal trato, al fin de cuentas. Ya dije que sirvo bebida de buena calidad y nadie me aporta más que historias devaluadas, ajadas por el paso del tiempo y borroneadas por manchones de mugre existencial indeleble.

Por eso, amigos, que nadie se engañe. Las historias que vendrán a continuación interesan tan poco como las vidas y el destino de sus protagonistas, como mi propia vida y mi propio destino, como la vida y el destino de cada uno de quienes lean estas líneas, remeros y navegantes a un tiempo de este barco sin timón que no va a ninguna parte, en el cual voy a asignarme a mí mismo el papel de Caronte ciego y sin brújula. Luego no digan que no les avisé.

lunes, 20 de abril de 2009

VETE A LA MIERDA (Cuento 3)

Así, seco, contundente, helado. La luz de la pantalla del teléfono móvil brilla todavía para enmarcar tu último mensaje del día, robando la poca luz que han dejado unas nubes llorosas en este día de acero, o de plomo, o de titanio, o de cualquier otro material gris y frío.
Llueve.
Como otras veces, tampoco ahora voy a responderte para no seguir con la cadena de hostilidades. Esperaré, como siempre, con el corazón en la boca, a que pase el nuevo chaparrón, con la eterna pregunta a flor de labios: ¿volverás?
Las respuestas a mis anteriores mensajes de hoy, lapidarias, mortíferas, no dan lugar al optimismo, al menos por ahora. Tal vez mañana, o quizá pasado. ¿Por qué la Academia no quitará de una vez del diccionario la palabra “nunca”? La espera, así, sería más sencilla, con la certeza inamovible del regreso.
Claro que duelen los lanzazos. Esa especie de Mr. Hyde que te domina a veces, sabe perfectamente cuáles son los puntos débiles donde golpear para hacer daño y las palabras, entonces, parecen ráfagas de ametralladora en una guerra extraña, genocida como todas las guerras, pero sin enemigo real.
Y luego la impotencia. El saber y no poder creer que no hay palabra mágica posible para romper el maleficio. Que no valen, como en los cuentos, ni los besos, ni las caricias, ni los abrazos. Que solamente cabe sentarse en un rincón a esperar que se produzca el milagro de la resurrección y vuelvas a estar en mis brazos, reconociendo mis besos, sonriendo como sólo tú sabes hacerlo.
La impotencia corroe como un ácido. Come lentamente y uno se cree morir sin remedio y se maldice a sí mismo por no haber sabido, o podido, hacer nada para impedir la nueva crisis.
La soledad también corrompe. Porque los demás no entienden qué te ocurre y saben que estás mal, pero no comprenden nada y, poco a poco, se van alejando de ti, porque a ellos también les duelen los lanzazos, pero no saben que no eres tú quien los dispara. Que es ese Mr. Hyde que te domina a veces, completamente desconocido para ellos, el que la toma con las personas a las que más quieres y dispara sin piedad el dardo envenenado. Por eso se alejan, porque a nadie le gusta que lo hieran y, entonces, se retraen poco a poco, se encierran en sus cosas y se van olvidando de la persona que eres en verdad.
La ignorancia. Incluso a mí me ha afectado, a pesar de jugar con cierta ventaja gracias a los cinco años de Psicología cursados hace ya más de treinta. Horas de búsqueda afanosa y reciclaje intelectual para conocer los síntomas del cuadro clínico y, aún así, quedarme con la sensación de que, por mucho que sepa, no me alcanzará para ayudarte a avanzar, para que no vuelvas a caer.
La confianza. A veces hay buena respuesta a la medicación y, entonces, eres tú durante un tiempo largo y uno se confía, y cree que el paraíso es eterno. Se olvida de las posibles recaídas y acaba cayendo en la trampa de Mr. Hyde de la manera más tonta que uno se pudiera imaginar. Entrando al trapo en una discusión por alguna reivindicación intrascendente, contradiciendo alguna afirmación sin importancia, ¿quién sabe? Para cuando queremos darnos cuenta, el mal está hecho y el ogro venenoso campa a sus anchas hasta que decida, tal vez por cansancio, dejarte en paz una vez más, devolverte los colores a la cara, permitirte sueños tranquilos, alisar el ceño, clarificar el pensamiento.
La duda. Desesperante duda. Cientos de preguntas sin respuesta, con la absoluta seguridad de que no hay, ni habrá, certezas. Ni siquiera vale para mí, que soy ateo, el recurso de la Fe.
“Vete a la mierda”, me ordena el cretino.
Seguramente me ve aquí, tan poca cosa, tan aprendiz de Quijote sin escudero, tan abatido, sentado en un banco del parque bajo la lluvia, tan pollo mojado, tan solo, tan desarmado, que cree que espantarme será un juego de niños.
Pero yo sé quién soy y lo que puedo, y no pienso moverme de mi sitio hasta que vuelvas, tardes lo que tardes, diga lo que diga el monstruo, haga lo que haga.
Te espero.

Relato premiado en el concurso de cuentos relacionados con el trastorno bipolar, Fundación Astra Zeneca, Madrid (2007)

miércoles, 15 de abril de 2009

LA VIAJERA PERDIDA (Cuento 2)

El forense dictaminó suicidio. No se pudo establecer su identidad, así que ahora toca decidir qué se hará con el cuerpo, si inhumarlo como N.N. o cederlo a la universidad para que lo utilicen en sus prácticas los estudiantes de medicina. Si se opta por la primera posibilidad, el olvido definitivo y el anonimato la habrán hecho su presa sin remedio. Si, en cambio, se elige la segunda, la pobre mujer tendrá -si es que en su estado de vida ausente es posible tener algo- una remotísima oportunidad de que alguien rescate una pizca de su historia, aunque sólo sea por mera casualidad.
Tal vez (sólo tal vez, sólo si...) alguien sea capaz de descubrir en el hígado del cadáver hallado en la playa de San Lorenzo el rastro de la borrachera de la última noche, compartida con el músico ambulante que conoció el día anterior en la Rambla de Gijón. Borracho como ella, argentino como ella, perdido como ella, suicida como ella, «,- — pero menos (él prefería matarse poco a poco). Suficientes coincidencias para intentar, sin éxito, elaborar un sucedáneo de amor furtivo, sucio, clandestino, en la soledad nocturna y helada de la playa. Allí se acariciaron, se besaron, se insultaron, se golpearon y sembraron la arena con orina, vómito y orujo para, por fin, marcharse cada uno por su lado.
Quizás (sólo quizás, sólo si....) algún estudiante observador encuentre los restos de las lágrimas atrapadas entre las glándulas secretoras y los ojos inertes, y en ellas pueda ver impresa la decisión de acabar con su vida infeliz desde hace ya mucho tiempo, como un tatuaje gris sobre fondo glauco. Lo supo cuando leyó la biografía de Alfonsina Storni: sería como ella. Lo supo en el tren que la llevaba de Madrid a Gijón, cuando el sol que entraba por la ventanilla reflejaba su cara en el cristal, difuminada, ¿o era el rostro de Alfonsina?. Al menos se parecía a la fotografía impresa en la contraportada de la biografía que descansaba sobre su regazo, acunada por el traqueteo del convoy.
Las dos fisonomías tenían en común la cicatriz de la tragedia presentida atravesando las mejillas como un barbijo; ambas miradas se encontraban en el vacío de los que nada tienen que perder, ni nada por ganar. Ni siquiera había dinero de por medio. Ella se había gastado todos sus ahorros en el billete a España: tenía que conocer Asturias; solamente eso.
Puede que (sólo puede que, sólo si....) alguien localice entre las fibras musculares agarrotadas por el rigor mortis (absurda y macabra forma de recuperar la turgencia de los años juveniles) algún indicio de los golpes. Palizas hubo siempre. A las putas viejas les pegaban nada más bajar del camión policial, por diversión. Cuando era joven y más o menos bonita la golpeaban por rehusar a ceder sus favores al cabo de guardia (negarse al comisario significaba la pena de muerte). Los tipos que la explotaron (fueron varios) también le pegaban, para reforzar su dominio, igual que aquel señor de aspecto fino y elegante, con abrigo de piel de camello y zapatos lustrosos a quien su madre la entregó para que la amansara y le enseñara el "trabajo", antes de cumplir los dieciséis. Su madre también le pegaba, porque sí.
En una de esas (sólo en una de esas, sólo si....) en el caracol del oído haya todavía ecos de sus llantos de la infancia en el conventillo de la calle Pedro de Mendoza, allá en el Nuevo Mundo, en la nueva miseria. Llantos hubo siempre, suyos, por no poder ir a la escuela, por no tener más juguetes que una muñeca de trapo a la que le faltaba un ojo, por tener que fregar suelos ajenos, por el hambre, por los golpes. Su madre también lloraba, derrumbada junto a la botella de ginebra, con la bata entreabierta dejando ver la desnudez que había debajo, aprovechando los intervalos entre las visitas de un señor (siempre distinto, todos iguales) para contarle a ella de su Asturias, de la Virgen de Covadonga, del puente románico, de los osos, de las manzanas, de la sidra saliendo a chorros del tonel en el lagar de la abuela, del miedo al lobo, del padre que no la reconoció y era un minero de Mieres, de las mazorcas en el hórreo, del viaje en barco a través del Atlántico, vomitando doble por las olas y el embarazo, de las escalas en África y Brasil (todo igual: un calor infernal y lleno de negros vestidos de colorines), del arribo a la dársena de Buenos Aires en donde no había nadie esperándola, de la mugre de la primera pensión y la cucaracha en la sopa, del parto a solas en el hospital, de la suerte, de las maldiciones, del odio.
Tal vez, quizás, puede que, en una de esas, ella haya retornado a Asturias para cerrar un círculo vacío. A lo mejor descubrió, tarde, como Alfonsina, que bajo el mar tampoco hay Paraíso y por eso volvió a la playa, como Alfonsina, como todos los que van a suicidarse en un océano de estómago incapaz de digerir la escoria humana y que por eso regurgita los cuerpos de los muertos. A lo mejor todo fue un mal sueño y nada
de esto haya ocurrido realmente. A lo mejor ella fue siempre N.N., con ene de "no name", con ene de "nunca", con ene de "nadie", con ene de "nada". Casi no hay forma de saberlo. Sólo si....

1º premio Concurso literario "Cuentos de mujer", Cangas de Onís, Asturias (2003)

martes, 7 de abril de 2009

Pebeta de mi barrio (Artículo periodístico 4)

Yo te quiero igual. No importa que la misoginia condicione mis gustos tangueros, a partir de vos antepongo un “casi” cada vez que digo que ninguna mina que canta tangos me gusta.
Tampoco importa que te hayas maquillado el nombre, recortando la muzzarella que chorrea del “Lichinchi” original con la tijera de un “Varela” más tanguísticamente correcto, y menos todavía me importa compartirte con algún figurón de la política. Es inevitable y, además, estoy acostumbrado; ya me pasó con Piazzolla y algún conocido “periodista corcho”, con Independiente y algún “ex – presi” (ex – presidente, digo, no ex – presidiario)
¡Lo que son las cosas! Siempre había oído hablar de vos, pero no sabía que cantabas. Para toda mi familia habías sido siempre Adriana, de Avellaneda, la amiga de mi prima Mónica, su compañera de estudios, hasta que una vez te vi. Yo tampoco buscaba a nadie, y te vi.
Claro, eso fue hace un toco de tiempo y, por ese entonces, los tres o cuatro años que nos separan eran un abismo generacional insalvable. No me diste ni cinco de bola.
Era lógico, a tu lado yo era un péndex. Un imberbe, me decía un General, que también me llamó estúpido, me acuerdo, y probablemente tuviera razón, aunque eso no obstó para que, mientras vos charlabas sobre no sé qué con mi prima, yo me dedicase a navegar al garete por el abismo de tus ojos durante los quince o veinte minutos que duró el parloteo con tu amiga. Yo no pintaba nada, pero me importó un comino. Te quise igual.
Pasaron los años, varios, y muchas cosas entre medio. El alma, que debe ser wash & wear, se nos estrujó un montón de veces por distintos motivos y volvió a lucir, impecable y planchadita, otras tantas. La vida, nada más, y tus ojos siempre ahí, en un bolsillo chiquitito del alma, como esas monedas de diez guitas que uno guarda de recuerdo.
Entonces, un día me llamó Judith para decirme: “Poné la tele, el programa de Sofovich “– aclarando, antes de oir el insulto que ya salía de mi boca- “es que va a cantar Adriana Lichinchi, ¿te acordás de la amiga de Mónica?, bueno, ahora se llama Varela y canta tangos, ponela, vas a ver qué bien canta, dale”.
Y te puse.
Y me aguanté un montón de tiempo al “Ruso” para ver tus ojos, nada más, ya te dije que las minas que cantan tango no me gustan. Y, de repente, el alma se me hizo bandoneón y me lloraron las tripas cuando tus ojos tuvieron voz, y tu voz tuvo el perfume del barrio.
No hablo de la peste del Riachuelo, no, me refiero al otro olor, al que está detrás, al que sólo se percibe oliendo fino, como los catadores. Al aroma de los yuyos del terraplén, al de la niebla, al de la caña en los boliches del doque, al del choripán en la cancha. Te quise mucho más.
Luego pasó más tiempo y más vida. Yo seguí navegando al garete y recalé en Barcelona, a diez mil kilómetros de Avellaneda, para escribir tonterías que casi nadie lee y vos, seguro que tampoco. ¡Qué desencuentro!, parece un tango, ¿viste?
Un día cualquiera me metí en una disquería para despuntar el viejo vicio de adolescente, escuchar música sin garpar. Allí, como en los cambalaches, mezclado con los engendros de Julio Iglesias, los de su hijo, los de algún hijo de Palito y los de algún chozno de Leo Dan, encontré un disco del Sexteto Mayor. Invitada: vos.
Me calcé al instante los “orejulares” mientras apretaba los botones como un poseso.
No sé si fue que el día estaba gris, o si fue por la distancia mezclada con saudades. No sé si fue que me agarraron en un día “fulo”, o si fueron tus ojos disfrazados en la voz, pero se me aflojaron las patas, ché. Me quedé calentito y a la espera de sacar al bolsillo del pulmotor a la espera de comprar el C.D.
Pero no me dieron tiempo. Una amiga de un amigo cayó por aquí con un disco tuyo que ofrece veintidós temas, entre ellos una canción sin puñales.
¡Mentira cochina! Son veintidós puñaladas traperas, ¿sabés?, y yo estaba más o menos preparado, pero Tito no. Él no te conocía, porque hace muchos años que falta de allá, pero también sabe de catar olores, porque es de Constitución, el mismo Riachuelo, pero desde la otra orilla, y, aunque nunca vio tus ojos, intuye su hechizo.
A él tampoco le importa nada de nada. Ni el no haberte visto jamás, ni el que vos no sepas que él existe, ni que no leas esto, ni tu apellido, ni compartirte con cualquiera. Ahora él también te quiere, como yo. Casi como yo.
A los dos nos basta con tu voz trayendo la brisa de los paraísos de Sarandí, el gris de los empedrados de Piñeiro, la furia de la sudestada en Quilmes, el calorcito confortable de la ginebra en La Paz, el olor a medialunas del Tren Mixto, el traqueteo del 98 planeando sobre Mitre, el sabor criminal de la pizza con moscato.
¡Qué sé yo, piba! A nosotros nos gustaría cantarte un tango bien debute, pero somos medio perros, ¿sabés? Y bueno, tendrás que conformarte con esta pequeña confesión: “¡Te queremos!”
¡Chau, un beso!
Barcelona, julio de 1998

lunes, 23 de marzo de 2009

Igualdad (Artículo periodístico 3)

Anselmo está a punto de cumplir sesenta años y ha sido siempre lo que podríamos llamar un “hombre modélico”. Sano, jamás fumó, bebió ni se drogó; fue un estudiante y deportista brillante en su juventud. Luego fue buen marido y padre y desarrolló una envidiable carrera profesional, llegando a ser un alto directivo internacional en una multinacional norteamericana, en trato directo con su “Número Uno”, un pez gordísimo de la administración Bush. Una vida perfecta la de Anselmo, diríamos, casi de película.
Sin embargo, el guionista nos dejaba una sorpresa para el “happy end”, que no es tan “happy”, porque Anselmo se muere. Una forma muy agresiva de leucemia es la culpable. Intempestiva, inesperada, inoportuna, injusta, si se quiere, pero incontestable, ahí está, dispuesta a acabar con su vida. A ella le da igual que Anselmo sea rico que pobre, católico que musulmán, comunista que “neo-con”, del Madrid que del Barça, blanco que negro, genial que atontado. Se lo lleva, sea como sea.
Los seres humanos, Anselmo incluído, nos dejamos la vida practicando uno de nuestros pasatiempos favoritos: discriminar a los demás. Nadie se salva de discriminar ni de ser discriminado, porque motivos sobran: por gordo, por judío, por negro, por mujer, por moro, por sudaca, por tontaina, por rojo, por genio, por burro, por hippie, por facha. Todo da igual, el caso es menospreciar al otro para sentirnos superiores, al menos hasta que alguien nos infravalore a nosotros, que ni faltan motivos ni gentes con mala uva dispuestas a hacerlo.
La muerte, que es, paradójicamente, el último acto de nuestra vida nos iguala de forma más absoluta que cualquier Ley o Constitución, sin que le importe siquiera la calidad de la mortaja o del traje de madera que nos coloquen. Pena que no nos demos cuenta hasta el último día de que somos todos iguales.

Un forro en el inodoro (Poesía 3)

Me presento:
Soy el tarado mayor de este planeta.
Soy un caído del catre, un vagoneta,
un submarino sin lastre ni timón.
Soy un jeta.
Si digo “blanco”, decís negro,
rojo o verde.
Digo “te amo” y sólo respondés:
“merde”.
Cuando tu espejo me refleja
grito y corro.
Tu sano juicio me condena:
soy un forro.
Tu juicio
es la maligna consecuencia
de mi vicio,
el borde oscuro de mi propio
precipicio.
Comprendo
que se te haya terminado
la paciencia
y en un furioso ataque
de demencia
tu mano, buscando alivio
arroje el forro al inodoro,
que la cadena se deshaga del tesoro.
Y ahora, que tu sueño se cumple,
que el agua sucia me arrastra hacia la cloaca
te dejo como herencia una sonrisa,
el beso del final, una caricia
y un verso con marca de familia:
“que la garúa te refresque el bocho”.

Piantao Nº 2 (Poesía 2)

También yo estoy piantao,

aunque esté lejos de aquellas tardecitas.

Aunque la luna ruede por otra avenida,

y aquí no exista una calle Arenales.

Por vos puedo ser el último linyera,

viajar a Venus colado en el tranvía.

Lo que hace falta lo tengo casi todo:

el corso a contramano de niños y astronautas,

el medio melón que compré esta mañana,

el vals y la camisa que destiñe,

un par de chancletas estropeadas,

un trombón abollado que no funca,

los locos que me aplauden, como en Vieytes.

Tengo un poema destartalado en el armario,

nidos vacíos de gorriones desahuciados

y una autopista de cornisas sin peaje.

Tengo la risa, la ilusión y las campanas,

las ganas de vivir, la libertad, la chifladura,

el berretín de invitarte a reinventarnos,

el valor suicida de saltar al precipicio.

Tengo la exacta percepción de tu tristeza,

de tu antigua soledad anochecida,

pero tanta posesión no es suficiente

para volarte la cabeza y desvelarte el cuore.

No hay magia, ni ternura, ni demencia,

no basta estar piantao como una cabra

si tu mirada se ha perdido en otro cielo

y están tan lejos tu sábana y tu escote.

Milonga de la partusa (Poesía 1)

Escabiaba en la cantina
con un faso entre los dedos
cuando entraron medio en pedo
un pajarón y dos minas.
Una flaca, otra gordita,
las dos con muy buenas tetas.
El chabón iba en chancletas
y era medio mariquita.
El pánfilo y las percantas
relojeaban a la mersa
con ojos de gato persa
y boquitas de atorrantas.
Las minas pedían guerra,
el manfloro deliraba
y la flaca me junaba
jadeando como una perra.
Cuando iba para el servicio
la gorda me cerró el paso,
me dijo: ¿bailás, negrazo?
con cara como de vicio.
La gordita se pegaba,
la flaca guiñaba el ojo
y el trolo, que era más flojo
de a ratos se apoliyaba.
Me levanté a las dos naifas,
puse rumbo a la partusa
con las dos princesas rusas
y con aire de jailaifa.
Una vez en el bulín
les ofrecí una picada.
Puse jamón, ensalada,
mortadela y salamín,
vermú, vino tinto y soda
para aclarar el garguero
y se me alegró el jilguero
dispuesto para la joda.
Le encajé un beso a la gorda
y después otro a la flaca.
Hizo ruido la matraca,
pero las dos eran sordas.
Se zamparon hasta el tarro
de galletitas Exprés
y se chuparon después
hasta la leche del jarro.
Se fueron sin saludar
poniendo cara de orto,
contentas por el oporto,
y hartas de tanto morfar.
Así terminó la farra,
las percantas se piantaron,
el bulín me aligeraron
y yo me quedé en la parra.
Ni un vinillo me quedó
pa agarrarme una merluza,
se jorobó la partusa
y el jilguero se durmió.

El distinguido ciudadano (Cuento 1)

Cacho Mazzacane era un pibe como cualquier otro. Había terminado el bachillerato con notas regulares y se había pasado quince meses de servicio militar en Río Gallegos, pelándose el culo de frío y disfrutando de las bondades del viento patagónico. Hasta ahí, todo normal.
Un buen día me pidió que lo acompañase hasta la Municipalidad de Lomas de Zamora porque tenía que hacer no sé qué trámite de su abuelo, que estaba internado en un sanatorio con un cólico renal, o hepático, no recuerdo bien.
Una vez allí, tal vez para matizar la amansadora habitual, trabó conversación con una funcionaria cuarentona que, aparentemente, no tenía nada mejor que hacer, aparte de consumir hectolitros de café y encender cada nuevo cigarrillo con la colilla del anterior, aún sin apagar.
No es que Cacho resultase un tipo especialmente pintón –no lo era en absoluto-, pero el rigor del clima sureño le había curtido y bronceado la piel, y el hambre y el ejercicio le habían afinado la silueta; además, tenía a su favor toda la energía de los veinte años, así que no me extrañó nada que la oficinista se mostrase atraída por mi amigo.
Ella era, decididamente, un bicho canasto. Como la del tango, era flaca, fané y descangayada; chueca como un futbolista, lucía las gambardelas de tero bajo una minifalda de adolescente y ataba a la nuca su pelambre rala y grasienta, teñida en color zanahoria, con una banda elástica manchada de tinta para sellos.
El caso es que, seguramente enceguecido por el largo año de abstinencia forzosa sumado a la natural urgencia de la juventud, mi compinche terminó ligándose a “Miss Burocracia ‘68”. Como sea, la susodicha, orgullosa de su conquista tras un largo período de mishiadura camera –ella también, más por falta de candidato que de intención- le daba a su flamante mascota todos los gustos. Ayer unos zapatos, hoy una camisa, mañana un traje, el esperpento iba compensando en especie el sacrificio de contemplar su figura sin el piadoso envoltorio de la ropa y soportar su aliento de nicotina espesa.
Cuando parecía que a la pobre mujer se le habían acabado las recompensas, una tarde se apareció con un diploma de la Secretaría de Obras Públicas del municipio, enmarcado en madera pintada en dorado, y que rezaba: “Al Señor Don Carmelo Mazzacane, Ciudadano Honorable de Lomas de Zamora, en reconocimiento a su magna obra”. Firmaba nada menos que el Intendente en persona.
A Cacho, que jamás había figurado en ninguna parte, ni siquiera en el Cuadro de Honor del colegio, se le iluminaron los ojos de felicidad. El que jamás hubiera tenido vínculo alguno con las obras públicas, o con el municipio –había vivido siempre en Avellaneda- y que su “obra” en vez de magna fuera en verdad nula, carecía por completo de importancia. El diploma era real, tenía su nombre y figuraba como ciudadano distinguido.
Sin embargo, el pajarraco mecanógrafo, que con este regalo –el más apreciado de todos- intentaba contentar a su amante para retenerlo a su lado, se cavó su propia fosa. Al día siguiente, Cacho me pidió que lo acompañase hasta la Municipalidad de Lanús.
Allí, la seducida fue una gordita de anteojos. Con el tiempo ella también le fue comprando regalos, pero lo que Cacho quería era el diploma. No le importaba cuál fuera el organismo que lo otorgase ni el motivo; solamente debía llevar su nombre, “Carmelo Mazzacane”, bien visible y a poder ser en letra gótica, que hacía más fino.
Una vez cumplido su objetivo, Cacho cambió de Municipalidad y de bagayo –todas, invariablemente, eran feas, como si ese requisito formara parte ineludible del ritual-. Así, conmigo como adláter a falta de algo mejor que hacer, Don Carmelo Mazzacane fue, sucesivamente, Ciudadano Ilustre de San Isidro, La Matanza, Florencio Varela, Tigre, La Plata y todo el resto del conurbano bonaerense.
Además, como su nombre y el mío quedaban registrados en cada Intendencia, nos comenzaron a llover invitaciones a comidas, copetines, inauguraciones y actos protocolares en tal cantidad que ocupaban casi todo nuestro tiempo y no nos permitían pensar siquiera en la posibilidad de trabajar.
La verdad es que comíamos de primera. Canapés, sandwichs de miga, saladitos, masas finas, bombones, champán y jerez formaban parte de nuestra dieta diaria. La ropa que le regalaban las chirusas a mi amigo daba para vestirnos a los dos como dandys y su condición de “Ilustrísimo” nos proveía de pases gratuitos en las empresas de transporte, de modo que casi no necesitábamos dinero para sobrevivir.
Sin quererlo, la concurrencia asidua a tanta francachela oficial nos fue llevando a conocer a mucha gente importante, así como a saber de sus necesidades y sus posibilidades; de ahí que, un poco por inercia, nos fuimos dedicando al tráfico de influencias –en realidad, sólo yo lo hacía, al otro sólo le interesaban los diplomas- y al cobro de jugosas comisiones que al poco tiempo nos reportaron una aceptable fortuna y nos permitieron extender nuestro radio de acción a las otras provincias argentinas. Así, cada mes un nuevo Gobernador estampaba su rúbrica debajo del consabido “Carmelo Mazzacane, Distinguido Ciudadano”, en letra gótica, como es debido. Incluso llegamos a tener diplomas de Montevideo, Punta del Este y Asunción del Paraguay, o sea, lo que se dice una incipiente “proyección internacional”. También, justo es decirlo, aumentó la calidad de las comidas y de las pilchas y llegamos a tener coche nuevo con chófer y todo.
“Diversificar” es la palabra mágica de nuestros tiempos, y dicen que la inteligencia es la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, de modo que ahora me dispongo a planificar los pasos a seguir para dar el salto al extranjero, habida cuenta de que el negocio local está a punto de tocar techo y que Cacho sigue obsesionado con ampliar la colección.
El taladro eléctrico de mi amigo y socio continúa perforando sin descanso las paredes del despacho –un lujoso piso que hemos comprado en el barrio de la Recoleta- para colgar las nuevas distinciones. Frente a mi escritorio, sobre la única pared que queda libre de trofeos, un poster a tamaño natural me muestra la foto de los dos viejos cómplices abrazados y sonrientes, impecablemente trajeados y acicalados. Las letras, que no son góticas sino rojas y muy grandes, expresan las dos palabras que tiempo atrás nadie, ni siquiera nosotros, hubiera osado pronunciar: “MAZZACANE PRESIDENTE”.


3º premio concurso literario "Francisco Castañeda Guerrero", Avellaneda, Buenos Aires (2002)