martes, 24 de septiembre de 2013

Si una noche de invierno un viajero...



            Hoy compartimos virginidades, estimado Lector (te llamo así porque no sé tu nombre) La tuya, porque estás empezando a leer el primer artículo mío en una revista que inicia su andadura; la de la revista, porque este es su primer número y, finalmente, también la mía, por la misma razón y porque en este momento me encuentro frente a una pantalla de computadora vacía que debería llenar con unas ochocientas palabras.  Tema libre, me han dicho. Puede ser una crónica, un artículo de opinión, lo que quiera, tanta es la confianza que me tienen sus “irresponsables”. Y aquí, en el instante preciso de comenzar la escritura, unas horas antes de que tú empieces a leer y mientras busco inspiración, es cuando se vuelve a cruzar en mi camino la novela que da título a la nota.
            Es un recuerdo recurrente, siempre pienso en Calvino y en su novela cada vez que tengo que escribir algo en un medio nuevo, porque me gustaría poder, como el novelista, hacer el artículo escribiendo sólo el comienzo de una nota diferente cada vez. “Si una noche…” es, en gran parte, eso, una sucesión de primeros capítulos de muchas novelas distintas. Pero  temo que es imposible, en mi caso. Por falta de talento y porque tú, Lector, no entenderías ni jota.
            Tal vez te hayas preguntado por qué el autor y su novela aparecen en mi vida de forma constante.  Quizás porque me gusta toda la obra de Calvino y ésta en concreto me haya impactado de manera especial. Quizás porque, igual que el Lector que la protagoniza, yo también encontré a mi Lectora y ella haya pasado a formar parte de mi vida para siempre, aunque ya no esté conmigo, y con ella también  son mías sus lecturas, el ejemplar de “Si una noche…” que me regalara, el aroma de su jabón de baño, esa película que fuimos a ver “juntos”, el mismo día, a la misma hora, pero en ciudades distintas, o el calor de su cuerpo en mi albornoz azul.
            Ya ves, Lector, he gastado más de un tercio de las palabras disponibles y todavía no sabes de qué va este artículo, ni yo tengo idea sobre qué voy a escribir, a decir verdad. Porque me gustaría atraparte en la lectura, que reincidieras con la revista y con mis artículos en particular, conseguir que esperaras con ansia la aparición de cada número y lo cierto es que no alcanzo a determinar cuál sería el tema más apropiado.
            Podríamos hablar de política, pero ¿y si a ti no te interesa en lo más mínimo? Sería un gasto inútil de energías por ambas partes, en mi caso por escribir en balde y en el tuyo por leer sobre algo que no te importa. Y aún en caso que te importase, ¿qué pasaría si no coincidieran nuestros puntos de vista al respecto?; si tú fueras liberal de derechas y yo comunista de izquierdas (en caso de que exista esta categoría, claro), por poner un ejemplo que sería de igual aplicación a casi cualquier tema: el fútbol, la música, la reproducción sexual del paramecio o la importancia de la jota aragonesa en la China de los Ming.
            Partiendo de esta premisa, escribir un artículo de opinión es poco menos que inviable, así que habrá que considerar otras posibilidades.
            La crónica de sucesos se presenta casi peor.  Los artículos que escribo para Piso Trece carecen de material gráfico y, según dicen, lo que “vende” hoy es la imagen, de modo que a nadie podría deleitar sin exhibir sangre a raudales, cuerpos mutilados o quemados, ejecuciones en directo y delicadezas similares. Además, para eso ya están los noticieros de la tele, los periódicos, etc., a punto tal que ya tengo miedo de mancharme con sangre fresca al encender la radio o abrir la guía de teléfonos.
            Desde hace algunos años observo, con cierto pánico, que mucha gente pasa gran cantidad de horas frente al televisor o leyendo revistas pendiente de las anodinas peripecias vitales de personajes que han adquirido notoriedad de la nada (concursantes de Gran Hermano, esposas de toreros, novias de futbolistas, hijos biológicos, adoptivos o políticos de algún artista famoso, etc.) y me pregunto si no debería hablar de ellos.  El problema es que casi la única particularidad que los distingue es su marcada tendencia a la imbecilidad (¿realmente los distingue?) No sé, me cuesta aceptarlo.
            Dame tiempo, Lector, espera hasta el próximo número. Deja, por favor, que encuentre inspiración en la imagen de mi Lectora y en el recuerdo de sus besos, o en donde quiera que habiten las musas.  Prometo para entonces venir con algo sólido y no robarles  personajes a los escritores con talento. Hasta la próxima.
           
           


miércoles, 18 de septiembre de 2013

VIEJAS VERDES


            El mundo parece haberse vuelto loco, Lector.  Ya casi no hay peligro de grandes guerras entre países desarrollados, pero el pez grande se sigue comiendo al chico, como siempre.
            La diferencia es que antes, cuando un país quería subyugar a otro lo invadía, organizaba una matanza y anexaba los territorios así conquistados a su Imperio.  Fue así hasta hace muy poco, pero ahora se hace lo mismo sin disparar un solo tiro, ya que es la Economía la que se encarga de hacer el trabajo sucio del que antes se ocupaban los soldados.  Sigue habiendo muertos inocentes – “daños colaterales”, los llaman – pero éstos mueren de enfermedades como el SIDA, por sobredosis, abatidos en un tiroteo con la policía por un robo nimio o, simplemente, de hambre.
            La Sra. Merkel y sus secuaces han logrado lo que no consiguió Hitler con todo su despliegue militar: la hegemonía europea bajo el dictamen alemán.  Un trabajo fino, sin duda.  Tan fino que casi nadie parece dispuesto a alzar la voz, con la única excepción de Islandia, aunque esa voz casi no llega a los demás países debido, tal vez, a la distancia que los separa o al frío que hace en la isla de hielo.
            Sin embargo, hay algunos colectivos que parecen – aunque de forma muy embrionaria y escasamente organizada- querer impulsar vientos de cambio, como el Movimiento 15-M y otros.  Y las mujeres, claro.
            Hace ya mucho tiempo que las féminas vienen luchando por mejorar su lugar en la sociedad y, aunque todavía queda mucho por hacer, poco a poco lo van consiguiendo para bien de todos. Es cada vez más frecuente ver a mujeres ocupando sitios de liderazgo en la política, en la economía, etc. y eso es positivo, aunque no siempre los resultados sean los mejores – pienso en Thatcher, en Isabelita Perón, en Merkel -.
            Sin embargo, pese a lo inevitable de su avance, sin prisa y sin pausa, hay cosas en las que parecen ser presa de la desorientación, sobre todo en lo que respecta a su relación con el macho de la especie.  Alguien dirá que son trivialidades, asuntos sin la menor importancia y puede que tengan razón, pero…
            Pondré un ejemplo.  Hace días sostenía una conversación con un grupo de varones, cincuentones y separados, en la que el tema principal eran las mujeres, para no desmentir el tópico de que es lo único que tenemos en la cabeza.
            Mi amigo C. observaba que, de un tiempo a esta parte, notaba mayor interés en su persona por parte de mujeres jóvenes (de 20 a 35 años) que de aquellas de 40 a 55 que, en teoría, constituirían nuestro “mercado natural”, por llamarlo de algún modo, por el solo hecho de compartir generación. ¿Por qué?
            En España es bastante frecuente, desde siempre, ver a mujeres jóvenes del brazo de hombres más maduros, como si hubiera menos prejuicios sociales al respecto, así que no llama demasiado la atención, aunque a ellos se los siga llamando “viejos verdes”.  Sí resulta más extraño el auge de las cuarentonas acompañadas de lo que ellas llaman “yogurines”, es decir, ejemplares masculinos de 20 ó 30 años, la edad de sus hijos.  Ellas no son “viejas verdes”, claro, sino “mujeres en trance de reivindicar sus derechos sociales”.
            ¿Qué motivos llevan a las mujeres a actuar así?  No lo sé a ciencia cierta, pero intuyo algunas razones.  En primer lugar, el lógico principio de reacción: “si ellos pueden andar con jovencitas, nosotras también”. Pero hay más, como la tendencia a ver al hombre como si fuera un bolso, es decir, como mero objeto ornamental que colgarse del brazo para lucir ante las amigas (igual que los implantes de mamas,  las liposucciones y demás etcéteras que no se hacen para gustarle más a los hombres, sino por puro sentido de la competencia y, de paso, en un intento vano de detener el paso del tiempo)
            A veces –escasas – les toca el Gordo y consiguen su “yogurín”, mediante una elevada inversión económica en regalos, cenas, viajes y demás, pero el triunfo suele ser efímero, acabándose cuando se cruza por delante del galán una presa más joven, con las carnes más firmes y más dispuesta a quemar su tiempo en discotecas, pastillas y gimnasios.
            A la madura sólo le queda el vacío existencial. La falta de mimos, de alguien que la escuche y la comprenda, que la acompañe en su camino, que comparta sus gustos e intereses, que se esmere en arrancarle el mejor orgasmo de su vida sin hacer exhibiciones de pirotecnia camera y con el simple recurso de conocer a fondo el cuerpo de la mujer y aplicarse sin reservas sin que sea relevante el uso de la famosa pastillita azul.
            En suma, la misma sensación del cazador que gasta pólvora en chimangos.