miércoles, 19 de agosto de 2009

¡Chau, Loco! (Artículo periodístico 5)

Estoy muy solo, Enrique, estoy muy solo. Con esta frase abriste y cerraste nuestra conversación de hace cerca de un mes y entonces supe que algo no iba bien. Más allá del tono tembloroso de tu voz en el teléfono, el hecho de que me llamaras Enrique y no Manolo o Catorce, los apodos con que me rebautizaste hace años fue lo que me hizo despertar sospechas.
Ya me habías hablado de la mancha en el pulmón (inofensiva, dijiste) y de la operación y los estudios a los que debías someterte, pero esta vez centraste todo en un supuesto mal de vesícula. Supuesto, sólo eso. Otra mentira para ocultar la verdad.
Me cuesta escribir, Loquito, sabiendo que jamás vas a leer lo que aquí te digo, de frente, como siempre fuimos vos y yo, aunque no estés (pero estás) Me cuesta por el dolor, claro está, pero también porque no acabo de encontrar el tono del escrito.
Podría probar el tono de reproche, sobran motivos. Por irte así, sin decir nada, sin tratarte, sin luchar, sin pensar en el boquete de dolor que dejabas en los otros, por no pensar en tu madre, en tus hijos, en tus amigos, en los que te quieren, en suma, pero ¿quién soy yo para reprocharte nada? Porque a mí también me cabe parte del sayo de haberte dejado solo cuando me fui del país. Todavía hay parientes y amigos que no me lo perdonan. Como le cabe a los amigos, que un día, sin venir a cuento, dejan de llamar por inercia, nomás. Como a las ex parejas, que se quedan rumiando resentimiento y deseos de venganza, sin asumir su parte de responsabilidad en el fracaso, que la tienen, siempre la tienen, por muy villano que te pinten. Como a los hijos, que nos exigen que seamos los mejores del mundo en un oficio que carece de academias, que reclaman para sí todo el cariño y las caricias, pero que se olvidan de que llega un momento en que los que necesitamos esos mimos y caricias (una llamada, un regalo de cumpleaños o del día del padre, una invitación a un café) somos nosotros, que empezamos a ser viejos y, por lo tanto, niños de nuevo y se intercambian los roles. Como al resto del mundo, que nos exige que vivamos con arreglo a unas pautas lejanas a nuestros principios, obligándonos a tragar sapos de toda laya y tamaño sin rechistar, porque somos responsables de una familia que, a veces, asume este hecho como “normal”.
Tampoco cabe el tono laudatorio, porque a vos también te cabe el sayo de la responsabilidad en tus metidas de pata existenciales, en el cariño retaceado hacia los que te rodearon, en la celebración de rituales peligrosos para tu salud física y mental. Vos sabrás.
Y aquí estoy, escribiendo en el vacío literatura barata. Una vez, una mujer se enamoró de mí y de lo que escribía, pero se desenamoró con el tiempo y entonces le escribí una carta a corazón abierto que ella, supongo que para lastimarme, aunque tal vez con razón, calificó de literatura barata. Probablemente esto sea más de lo mismo.
En nombre de los pibes te digo que te vamos a extrañar el resto de nuestras vidas. Sí, los pibes dije, porque a pesar del paso de los años, de las canas, de las panzas, de las caries, de las heridas de guerra, todavía somos pibes por dentro y cada cierto tiempo nos reunimos a reírnos y llorar acordándonos del pasado, pero mirando de frente al futuro en la cara de esos hijos que vimos nacer juntos, ¿te acordás?
Personalmente, tendré que acostumbrarme no oír más tu exhortación lunfarda. “No te trabés, Manolo”, me decías cada vez que el trapo rojo me obnubilaba la visión cuando embestía los obstáculos con esos cuernos que ya han perdido filo, con ese ímpetu que ha menguado. “No hagás cagadas”, me decías.
Pero vos no te aplicaste el cuento, porque quién sabe cuando se trabó el casete, porque te mandaste, al final, la cagada de tu vida. Y aquí quedamos los demás, con el nudo en la garganta, como si tuviéramos una corbata invisible por dentro, solos de vos, igual de solos que vos, con las mismas taras.
Andá tranquilo, entonces. Nos veremos donde sea si hay otra vida, si hay cielo o infierno, porque no me cabe duda de que, en tal caso, iremos al mismo sitio y allí habrá un bar y beberemos ginebra con café y tus manos tembleques (como las mías) removerán los cubitos con el dedo, como solías hacer. Y discutiremos sobre política o sobre cualquier tontería y al llegar la noche nos abrazaremos con un beso y nos diremos como ahora: chau, Manolito… chau, Loco… hasta la próxima….

martes, 11 de agosto de 2009

El Tabernáculo (tercera parte)

Yo quiero ser un viejo decadente

Así se titula la canción que Serafín comienza a cantar todas las noches, cuando el vino enrojece sus ojos de agua y oscurece su pensamiento. Invariablemente, pronuncia las dos primeras estrofas con cierta claridad:

Yo quiero ser un viejo decadente
Y emborracharme de camino al hospital
Antes de que un matasanos sin licencia
Me opere el páncreas y la válvula mitral.
***
Quiero estrenar una Ferrari Testarossa
Con mil caballos tirando del motor
Para que haga las veces de carroza
Cuando decida enterrar el pulmotor
***
Luego se duerme sobre la barra entre balbuceos que probablemente remitan al resto de la inacabada canción de nuestro Brassens particular, frases aisladas acerca de llevar un piercing en la punta del condón, de agujerearse las orejas con la risa de alguna señorita o de tener un pez dorado en el bidé, requisitos indispensables para ser un viejo decadente, según Serafín, en toda regla.
Después de no más de media hora de siesta, nuestro amigo se despereza como un gato, agita su peluca color zanahoria para despejarse y retoma el discurso que había interrumpido para dar paso a sus habilidades canoras. Su vida y sus intenciones.
“Yo sé que la gente habla de mí como de un bicho raro y eso es, justamente, lo que pretendo, llamar la atención. A los viejos nadie nos hace caso y eso hace que algunos, la mayoría, nos dejemos morir sin más. ¿Has pasado alguna vez frente a la puerta de una residencia de ancianos?, ¿has mirado hacia el interior? Habrás notado entonces la cantidad de hombres y mujeres sentados en sofás o sillas de rueda con la mirada fija en el vacío, mirando pasar la vida de los otros mientras la suya se consume como una vela, poco a poco, entre el Alzheimer y la arterioesclerosis. Yo no quiero eso para mí y por eso elegí ser lo que todo el mundo considera un “viejo decadente”, como forma de protesta pacífica. ¿Sabes qué hago por las tardes? Me dedico a perseguir jovencitas por el parque, pero no, no soy un pedófilo ni un degenerado, sólo las persigo algunos metros, porque la osamenta ya no me permite más, mientras las miro y disfruto de su juventud sin dirigirles la palabra. ¿Para qué?, si no les interesa nada de lo que pueda decirles. Otras veces me planto frente a alguna veterana como yo y le propongo besarnos, para oír el sonido del entrechocar de nuestras dentaduras y de nuestras rodillas, a ver cuál es más fuerte. Por muy extraño que parezca, alguna aceptó el convite, obligándome a atiborrarme de Viagra las neuronas para estar a la altura de sus fantasías. Imagínese usted, a mi edad. Vivo solo, mi mujer murió hace tres años, la maté yo, supongo… en realidad, fue un accidente de tráfico, nos estrellamos contra un árbol que se nos venía de frente, justo hacia la mitad del capó. Yo tenía dos opciones: dar el volantazo hacia la derecha y recibir el impacto de lleno sobre el lado izquierdo del coche, el del conductor, o girar hacia la izquierda y que el golpe fuera del lado contrario. Ya sabe qué elegí. No sabría decirle si fue un acto voluntario o inconsciente, supongo que moriré con la duda, aunque tal vez algún día decida sincerarme. Le confieso que temo la respuesta. Ya no la aguantaba, francamente, y más de una vez tuve ganas de retorcerle el cogote, concretamente, cada vez que intentaba suicidarse. No eran intentos reales, en verdad, pero tenían la fuerza suficiente como para crearme cargos de conciencia y obligarme a permanecer a su lado aunque me hiciera la vida imposible y no me diera un minuto de respiro. La vida es así, ¿lo ve usted? Rara, difícil, pero agradable a pesar de todo, por eso quiero ser como soy, aunque se rían de mis extravagancias.”
Otro par de vinos renuevan los afanes canoros del anciano, preámbulo a una nueva siesta sobre la barra del fauno de los parques, sátiro impotente al volante de una Ferrari con motor de ciclomotor, cantautor borracho con peluca de color zanahoria y sueños de adolescente senil.