domingo, 10 de octubre de 2010

El Tabernáculo (6ª parte) Ella y los elefantes

Ella fue solamente “Ella”, sin nombre durante muchos meses, porque las mujeres en los bares se comportan de manera diferente a los hombres, sobre todo a partir de ciertas horas, cuando llega la noche.
Durante el día se ve de todo: personas solas, parejas, grupos del mismo género o mixtos, y las únicas diferencias parecen ser que las mujeres eligen sentarse a una mesa, mientras que los hombres prefieren la barra y que ellas leen el diario y ellos la prensa deportiva, pero al anochecer las cosas cambian un poco.
Las mujeres ya casi no vienen solas, sino que lo hacen en pareja o en grupos, con mayor presencia masculina a medida que va oscureciendo.
Otra diferencia está en el trato con el barman, o sea, conmigo. Las mujeres, al revés que los hombres, no utilizan el bar como confesionario ni le cuentan sus cuitas al camarero y por eso sé poco de ellas, apenas lo que puedo inferir de los trozos de conversaciones entre pares que escucho cuando me acerco a servirles. Los hombres somos capaces de contarle hasta lo más íntimo a un desconocido en la barra de un bar, con una copa en la mano. Las mujeres, en cambio, pregonan a voz en cuello cuándo fue la última vez que les vino la regla, cuál es el tamaño del pene de sus amantes o qué color han elegido para teñirse el pubis, pero no lo hacen en el bar. Su confesionario es la peluquería, un lugar generalmente vedado a los hombres, excepto en las peluquerías “unisex”, cuya clientela es de mujeres y de hombres… ma non troppo.
Pero volvamos a “Ella”, que nos hemos desviado del camino y nos hemos entretenido demasiado. ¿Por qué volver a ella?, simplemente porque es distinta. Y porque, siendo distinta, me hace acordar a otra clienta que tuve hace muchos años y que me dejó con una espina clavada.
Aquella era una mujer mayor, bien entrada en los sesenta, siempre impecablemente ataviada con ropas, zapatos y bolsos de marcas carísimas y originales, en vez de esas burdas imitaciones de los chinos que solemos ver hoy en día. Se sentaba junto a la barra, siempre en el mismo sitio y procedía a zamparse, según el día, hasta media docena de güisquis dobles, del escocés más caro. Luego, sin decir ni media palabra, pagaba la cuenta, se levantaba a duras penas y salía flameando como una bandera azotada por el viento hacia la calle, intentando mantener, a duras penas, la vertical y la poca elegancia que ya le quedaba. Así casi todos los días.
No cabía ninguna duda de que, a los ojos de un aprendiz de escritor como yo, la figura de esa mujer encerraba alguna historia digna de ser contada, pero jamás me animé a dirigirle la palabra como no fuera por necesidades estrictamente profesionales. ¿Qué le sirvo?, aquí tiene su cambio, ¿con hielo o solo?, ese tipo de cosas. Durante mucho tiempo nuestra relación se limitó al intercambio de cortesías y silencios. Ni siquiera supe su nombre.
Ahora tengo más edad, más experiencia y menos prejuicios y eso ha hecho que con Anita sea distinto. Ella se llama Anita y sólo se parece a su antecesora en que siempre viene sola y tarde, en la edad (aunque tal vez tenga algún lustro menos que la otra) y en que también sabe mantener cierta elegante gravedad en sus modales, en este caso sin tener que luchar contra el alcohol, porque Anita rara vez bebe alguna cerveza sin alcohol, prefiere el café sin cafeína, con leche y en taza grande, de las de desayuno. Mientras tanto, fuma y observa a los demás que están a su alrededor. A veces, toma notas en una pequeña libreta que siempre va con ella.
Como ya dije, tardé meses en vencer mi timidez, o la supuesta barrera que imponían su condición de señora solitaria y algo mayor que yo, pero poco a poco fuimos estableciendo cierta confianza mutua, lo que me permitió preguntarle a qué se dedicaba.
Soy escritora, dijo.
Ella no lo sabía, claro, pero había dicho la palabra mágica. A partir de entonces, una vez revelada la coincidencia en nuestra afición común, nuestra relación se fue haciendo más estrecha. No digo que nos hiciéramos amigos íntimos, ni siquiera que hubiéramos establecido una verdadera amistad, pero lo cierto es que fuimos ganando en confianza mutua hablando de los libros y escritores que nos gustaban, de los que, en cambio, nos disgustaban profundamente y también de aquellos a quienes considerábamos talentosísimos escritores y poetas, pero cuya imagen se desteñía a causa de ciertas actitudes personales y opiniones políticas abiertamente distantes de las nuestras, que eran bastante parecidas.
Nuestros diálogos solían ser fluidos, hasta el día en que ella soltó un soliloquio en el que apenas me dejó meter un bocadillo que otro. Y todo porque a mí se me ocurrió preguntarle sobre qué estaba escribiendo en ese momento.
Escribo sobre la muerte, me dijo con una voz que se había vuelto de repente tan fría como el interior de la máquina de hielo en la que estaba hurgueteando para servir unas copas. Y luego de una pausa forzada a medias por mi sorpresa y mi distracción en servir al cliente, agregó: sobre mi propia muerte, porque voy a morirme.
No sé qué cara habré puesto, pero Anita se vio obligada a dulcificar el tono y esbozar una sonrisa.
Tranquilo, dijo, que no pienso morirme aquí ni ahora. Es verdad que estoy enferma de algo que acabará matándome tarde o temprano, pero no es inminente. No es como uno de esos cánceres que te fulminan en tres meses, lo mío es más elegante, si se quiere, más refinado, que te va deteriorando poco a poco, lentamente y en silencio, sin que te des cuenta cómo ni cuándo te van apareciendo las lesiones y te vas convirtiendo en carne de hospital hasta que un buen día algo deja de funcionar, o ya no hay terapia que alcance, una cosa va llevando a la otra, y te vas para el otro barrio como quien no quiere la cosa.
Pero también escribo sobre elefantes, porque los admiro desde niña. Sobre todo desde que leí, no recuerdo dónde, que cuando sienten que les llegó la hora de morir se alejan de la manada y se internan en la jungla, o en la sabana, donde sea que estén, para acabar su existencia donde nadie los vea y sin tener que avisar al resto de sus congéneres. Siempre me pareció una decisión muy sabia, considerada y elegante, tanto que cuando llegue mi hora pienso hacer como ellos. Tal vez, sin darme cuenta, ya haya empezado a hacerlo y por eso es que me ves aquí sola, a estas horas.
El caso es que escribir sobre la muerte y los elefantes me ha servido para reflexionar acerca de mi propia vida y mi propia muerte. He vivido unos cuantos años y no puedo quejarme de cómo lo hice. Lo que dicen que hay que hacer, plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, lo hice más de una vez en todos los casos, de modo que creo que tengo mucho más derecho que cualquier enfermedad de mierda para decidir sobre mi propia vida y mi propia muerte.
Dicho esto, he decidido que no pienso esperar a acabar mis días como un vegetal, mirando pasar las nubes desde una silla de ruedas, en la sala de una residencia geriátrica en la que las únicas visitas sean las de la enfermera que viene a traerme la medicación o la de la auxiliar que viene a ver si me he vuelto a cagar y a cambiarme los pañales. ¿Para qué, para batir un record de supervivencia por el que no me pagarán nada? Hay que saber morirse a tiempo, decía mi madre, y tenía razón.
Tampoco pienso pasarme quién sabe cuántos meses o años sufriendo los efectos del deterioro físico, en interminables sesiones de diálisis, rebotando de quirófano en quirófano, de ablación en ablación, tomando toneladas de remedios que me arreglan una cosa mientras me descomponen otra, o padeciendo dolores de muerte sin que la muerte se digne incluirme en su nutrida agenda de ejecutivo. Por eso llegará el día en que deje de medicarme, de hacer régimen y “vida sana” para dedicarme al hedonismo el tiempo que sea, aunque eso signifique achicar plazos. Después, que me quiten lo bailado.
Hay muchas formas válidas para impedir todo aquel sufrimiento, ¿sabes? Algunas incluso son casi inocuas, limpias, indoloras, incluso baratas y fáciles de conseguir en cualquier farmacia y sin necesidad de receta médica. Me lo dijo el médico que atendió a uno de mis ex maridos cuando le hizo un lavaje de estómago después de uno de sus varios intentos patéticos y ridículos de suicidio. Podría haberse tomado la caja entera de ese medicamento, que no falta en el botiquín de casi ninguna buena familia y haberse despedido con un buen shock hepático, pero el muy ignorante prefirió tomarse unos somníferos que, a lo sumo, le habrían hecho dormir a pierna suelta una reparadora siesta de dos o tres días.
Hay que ser elegante para todo y mantener cierta dignidad, incluso a la hora del suicidio. Por eso no entiendo a los que se tiran debajo de un tren, o desde la cornisa de un edificio, que joden a la pobre gente que va a trabajar interrumpiendo el servicio ferroviario durante horas haciéndoles perder el premio a la productividad en sus trabajos, o matando a un inocente que pasaba justo por allí en el momento en que decidieron tirarse por la ventana sin mirar si había alguien abajo. Gente de mierda, malos bichos hasta para morirse.
Tampoco son santos de mi devoción los que se pegan un tiro en la boca o se levantan la tapa de los sesos de un escopetazo. Es verdad que éstos especimenes no hacen daño a otros, pero tampoco tienen ningún derecho a dejar a los demás el horrendo espectáculo de un fiambre en una habitación llena de cuajarones de sangre y trozos de vísceras pegadas al suelo y a las paredes. Es repulsivo.
Yo pienso hacer otra cosa, pero no pienses que será nada original. En realidad, le copié la idea a mi prima Eulogia, que la puso en práctica con todo éxito. Fue todo muy simple, de una sencillez rayana con la ingenuidad, pero de una elegancia soberbia.
Luego de darles, como todos los días, el desayuno a su marido y a sus hijos y una vez que todos se hubieran ido a sus trabajos y colegios, Eulogia metió unas pocas ropas en un pequeño bolso de mano, se fue en autobús al otro lado de la ciudad en donde se registró en un hotelucho sencillo, pero decente, luego de haber depositado en un buzón una carta para su marido en la que explicaba los porqués de su conducta y daba la dirección en donde podrían encontrar su cuerpo. Nada de correos electrónicos ni mensajes de móvil, una carta por correo normal tardaría en llegar el tiempo suficiente para que el cóctel de pastillas que se tomaría luego hiciera su efecto y garantizaría el período necesario para que ni la policía, ni el personal sanitario llegasen con margen para salvarla. De paso, se evitaba el molesto lavaje de estómago.
El suicidio perfecto, sin duda, pero como te digo, no te asustes, que mi hora no ha llegado todavía y recién estoy empezando a irme. Yo, en tu lugar, empezaría a preocuparme el día en que cambie este asqueroso café con leche por una seguidilla de gin tonics, pero seguramente dejaré de venir a este bar antes de que eso ocurra, para no alertar a nadie.
Entonces Anita sonrió, me pagó lo consumido incluyendo una buena propina y se fue, diciendo en un susurro “no me hagas caso”. Al verla alejarse me pareció de pronto que sus caderas generosas, vistas así, de atrás y bamboleándose de un lado a otro, tenían un inconfundible aire paquidérmico, como el de una elefanta que deja la carpa después de la actuación.
Anita sigue viniendo al Tabernáculo y sigue pidiendo café con leche y hablando conmigo de literatura, y ahora también de música, de cine, de muchas cosas. Desde entonces yo siempre le pongo con el café un par de bombones, para que le sepa menos asqueroso. Por las dudas.

viernes, 4 de junio de 2010

De vida o muerte (Humor 1)

¡Cómo han cambiado los tiempos! Hasta hace muy poco, cuando una persona cometía una fechoría o un crimen y salía en la prensa, se hacía referencia a ella denominándola “el ladrón”, “el asesino”, “el autor material del hecho”, etc.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte se han alzado desde muchos ámbitos, voces de protesta reclamando respeto a la presunción de inocencia que el sistema legal vigente debe garantizar a todos los ciudadanos. No les falta razón, porque muchas veces se señalaba a alguien que luego las pruebas demostraban que era inocente, provocándole un daño la mayoría de las veces irreparable. Hasta aquí, me parece razonable.
El problema es la exageración. La irrupción de la palabra “presunto” en nuestras vidas es un torrente imparable y aquello que empezó como un intento de proteger la integridad de las personas frente a aseveraciones que podían ser erróneas, hoy, por su uso excesivo, puede llevarnos a abrigar dudas incluso sobre nuestra propia existencia, como en mi caso.
Hace unos días me dirigí al Ayuntamiento del pueblo donde vivo a solicitar una fe de vida. Fui en persona, acompañado de mi correspondiente documento de identidad vigente, y fui atendido por una diligente señorita que en pocos minutos me extendió el correspondiente certificado, firmado por el Secretario de dicho Ayuntamiento. Después de leer el documento que me entregaron, ya no sé si estoy vivo o no.
El caso es que en el documento se dice que yo, hijo de mi padre y mi madre, domiciliado en tal sitio, nacido en tal día de tal mes y año, “vivo en el día de la fecha” pero, y aquí el quid de la cuestión, que tal cosa se declara “con valor de simple presunción”.
Hablando en plata, el funcionario “presume” que estoy vivo, a pesar de estar viendo a una persona debidamente identificada y que presenta signos vitales inequívocos (perdón, presuntamente inequívocos) tales como respirar, andar, hablar, etc. y ninguno de estos hechos le permiten afirmar rotundamente que soy un ser viviente.
La primera duda que me asaltó fue la de qué clase de fe de vida me estaban dando y qué valor legal podría tener el documento para la entidad que me lo exige, porque puestos a presumir, ya pueden ellos mismos suponer que estoy vivo sin necesidad de que un funcionario certifique tal presunción.
Pero, más allá, se me generan dudas tremendas en el plano existencial. ¿Estaré realmente vivo? De acuerdo a lo que afirma (o, más bien, a lo que deja de afirmar) el funcionario, podría ser que no. A ver si ahora resulta que me he muerto sin avisar a nadie, ni siquiera a mí mismo.
Si es así, juro que fue sin intención, prueba de ello es que (presuntamente) ni yo lo sabía. ¿Y quién es, entonces, el (presunto) impostor que solicita la certificación haciéndose pasar por mí? A ver si me ha matado él. Entonces sería mi presunto asesino.
Pero bueno, que tampoco hay que ser tan alarmistas, que puede que no esté vivo, pero también puede que no esté muerto, al menos hasta que algún funcionario lo certifique. Podría ser un “no muerto”, claro, un “zombie”. Bueno, un “presunto zombie”.
Pensándolo bien, cabe la posibilidad. Yo siempre había atribuido mi torpeza para el baile y los deportes a mi presunta condición de patoso, pero si fuera un zombie tales características se explicarían por sí mismas, igual que el tamaño de mis ojos, que yo suponía un arma de seducción. O el rechazo terrorífico que provoco en la mayoría de las mujeres, o la risa que les produzco a los niños.
Si estuviera muerto, creo que debería pedir una fe de muerte. El tenor del documento sería más o menos así:
“Se presenta el Sr. N.N., en adelante el presunto occiso, córpore insepulto, acompañado de esposa, hijos, familiares y demás deudos, más seis señores forzudos que transportan la caja de pino, para que esta Secretaría certifique su defunción, habida cuenta que no presenta signos vitales visibles, que el rigor mortis ha llegado a su punto máximo (cosa que le impide estrecharnos la mano como indican las normas de urbanidad) y que el supuesto cadáver comienza a desprender un olor ligeramente acre. El occiso entrega también un certificado de muerte clínica expedido por médico colegiado, papel al que le falta un trozo que ha quedado entre los dedos del susodicho, afectados, como hemos dicho, por el rigor mortis
Se procede a certificar el óbito con simple valor de presunción, ya que el Sr. N.N. no responde a ninguna de las preguntas que se le efectúan”.
En fin, que voy a ver si me aclaran las dudas en el bar. Tal vez resulte cierto aquello que decía la canción: “no estaba muerto, estaba de parranda”… Presuntamente…

martes, 20 de abril de 2010

LA CIUDAD FANTASMA (Artículo periodístico 7)

Cuando regrese a Barcelona y ya no estés allí, seguramente la encontraré transformada en una de las ciudades invisibles de Calvino, inasible, incorpórea y extraña. Una ciudad donde se mezclan las personas y cosas que la habitan ahora con las que la componían cuando yo vivía en ella.
Sin embargo, éstas ya no están, son espectros que flotan en alguna parte, pero ya no se puede encontrarlos en los lugares que ocupaban y vagan sin rumbo como sueños extraviados.
Otras son las dos cosas a la vez, o sea, están allí, no se han marchado, ni se han muerto, ni se han movido un centímetro de su sitio habitual, pero ya no tienen nada que ver conmigo porque uno de los dos, o ambos, ya no quiere saber nada del otro. Familiares que te niegan el saludo, amigos que dejaron de serlo, tiendas y bares que cambiaron de dueño y perdieron el encanto.
Me hubiera gustado llevarte al Roca, un tugurio del Raval que ya no existía cuando te conocí. Era un boliche infame, es cierto, con un solo baño destartalado para hombres y mujeres, con poquísima luz para disimular la mugre y un ejército de cucarachas a las que sólo les faltaba ayudar a poner las bebidas en las mesas, con un horrendo equipo de sonido por el que salía muy buena música..
Un día volví, después de cierto tiempo y me lo encontré cerrado. Entonces supe que ya no sabría nada más de Pere, su dueño, con quien una vez celebramos juntos nuestros cumpleaños (nacimos el mismo día) y quien solía aprovechar que yo pedía un tequila para servirse otro para él y brindar por cualquier cosa varias veces. Si el bar estaba vacío, solía sentarse a nuestra mesa a conversar, harto de colgados y yonquis pasados de coca y sin cerebro.
¿Qué habrá sido de Alí? El chiringuito está todavía, creo, casi al final de la Rambla del Raval, con ese rótulo que lo distingue como “griego” a pesar de que nunca fue más que uno de los tantos restaurantes de kebab que hay en Barcelona, regentados por moros o paquistaníes. Alí, con su eterna sonrisa y llamándote “amigo” remarcaba la diferencia ofreciendo una copita de ouzo al finalizar la comida. Nunca supe si lo hacía con todo el mundo o sólo con los que le caían bien, pero lo cierto es que ni a mí ni a mis acompañantes circunstanciales nos faltó jamás nuestra ración del anisado heleno mientras Alí estuvo detrás de la barra. He vuelto varias veces, pero sólo porque es uno de los pocos sitios en donde todavía se puede comer un kebab de cordero, cuando en la mayoría sólo sirven pollo o ternera, pero ya no está Alí, ni tampoco te ponen ouzo.
La Fonda Riera tampoco es lo que era desde que sus nuevos dueños, no sé si filipinos, moros o paquistaníes (como lo son los de la mayoría de los negocios del barrio) le hicieran un lavado de cara. Tal vez la comida sea de mejor calidad e incluso es indudable que el local ha ganado desde el punto de vista del confort y la higiene, pero ahora es uno más, uno de tantos otros sin ningún rasgo distintivo. Frío, impersonal, desangelado.
Casi en diagonal, en la acera de enfrente, el viejo Almirall hace ya años que cambió de dueños, remozó algo sus instalaciones, aumentó su iluminación, empeoró su música ambiental al gusto de sus nuevos propietarios, más afectos al pop y a las nuevas tendencias que al blues y el jazz que priorizaban los anteriores. Este último detalle, sumado al considerable aumento de los precios de las consumiciones, decidió mi mudanza una veintena de metros más allá, hacia la Granja de Gavá.
El fantasma de Paco cruza la calle Fernandina todas las mañanas como lo hacía antes, para ir a comprar el periódico, sin reparar en los vecinos que lo saludan mientras él va distraído, pensando quizás en los años de la guerra, cuando estuvo preso en un campo de concentración. Esos años que él definía como “los mejores de mi vida, porque me los pasé leyendo, que es lo que más me gusta hacer, y encima me daban casa y comida”. Un poco de humor para ocultar los horrores de una guerra absurda, como todas.
Hay más fantasmas en la ciudad y en el barrio que fueron míos, como la sonrisa de Rubianes y el estanco de Adelina. Y yo mismo, que me fui varias veces por perseguir quimeras bajo otro cielo, pero que siempre, como cada vez que me fui de algún lugar, acabo volviendo a reclamar mi cachito de propiedad. Yo también soy un espectro, otra de las visiones de Calvino, al menos hasta mi enésimo regreso.
Y ahora vos. Fantasma con cara de ángel y título recién estrenado pedaleando en bici por la Barceloneta hacia ninguna parte mientras un coro de gatos atorrantes con pañuelos blancos maúlla en coro pidiendo que regreses en la Plaza de Tetuán.
Barcelona sigue latiendo, indiferente a sus espectros, a vos y a mí, a los fantasmas del Roxy y a los de cada cual, segura de que todos y cada uno iremos, tarde o temprano por el mismo camino para volver, aunque sea en sueños, a caminar por la Rambla bajo el sol de primavera.

sábado, 27 de febrero de 2010

De sabihondos y suicidas (Artículo periodístico 6)

Esto de Internet es algo muy curioso. Para quienes escribimos, al menos, es una herramienta de difusión maravillosa que nos permite ampliar el círculo de nuestros lectores del mero ámbito de nuestra familia y nuestros amigos, que nos leen poco menos que obligados, a lugares y personas insospechados.
Hace unos meses añadí a mi blog, por consejo de una amiga y “bloguera” experta, un contador de visitas que permite, además de saber cuántas son las personas que entran en él cada día, cuántas son las visitas acumuladas y también desde qué países se han tomado la molestia de leerme.
La mayoría de las entradas corresponde, como es lógico, a España y Argentina, por ese orden, aunque calculo que el número español no debe ser representativo, porque supongo que el sistema también contabilizará mis propias entradas al blog. Hasta aquí, todo normal, teniendo en cuenta que soy argentino y que vivo en España.
Lo que más me sorprende es que la tabla de posiciones me dice que en tercer lugar está Estados Unidos, seguida de México y un buen puñado de países, algunos tan increíbles como Rusia, Ucrania o Andorra, lugares, unos cuantos, en los que se habla otro idioma y, además, no me conoce absolutamente nadie.
Además, el blog tiene un apartado en donde tanto el lector como el autor pueden intercambiar opiniones mediante los “comentarios” a la nota. Allí, un pequeño grupo de seguidores alientan, apoyan, elogian o critican a un autor que tal vez no se merezca tanto cariño. Son muchos menos que los lectores, ya que (ignoro por qué, aunque no me importa) no todos comentan. Tal vez sea por timidez, porque no se les ocurre nada que decir o por pura compasión, el caso es que hay personas muy cercanas que sé que me leen, pero jamás han puesto dos palabras en la sección de comentarios, aunque debo decir que los hay que me han hecho llegar sus pareceres por otras vías, como el cara a cara o el correo privado.
Por mucho que constituyan un círculo minoritario, no tengo el gusto de conocer en persona a muchos de mis seguidores, pero con algunos hemos llegado a crear una suerte de amistad virtual que me honra.
Sabemos de sobra que el mundo virtual es, mucho más que en el famoso tango, una mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas y los blogs no son la excepción. Soy visitante asiduo de diversos blogs y he podido observar que en todos, más tarde o más temprano, aparece algún francotirador cuya única motivación es causar daño gratuitamente. Invariablemente, firman sus comentarios como “anónimo” o, los menos, bajo un nick que disimule su verdadera identidad, todo ello para emitir una opinión condenatoria hacia el autor del blog o, simplemente, para insultarlo.
Yo sabía que mi día iba a llegar, y llegó. Uno de los últimos comentarios de mi post anterior tiene esas características.
Dice Carlo Cipolla en su tratado sobre la estupidez humana que no hay mayor imbécil que aquel que hace daño sin obtener siquiera algún pequeño beneficio para sí y creo que estamos ante alguno de estos casos.
El comentario no es gran cosa, apenas un par de líneas en las que su autor (aunque yo sospecho que en realidad debería decir su autora) dedica la primera a compadecerse de las mujeres que me rodean. Y la segunda a calificar mi escritura como “mala poesía” y a acusarme de “deliberada ignorancia”.
La impunidad que le permite el cobarde anonimato en que se ampara me impide saber (aunque no sospechar) de quién se trata y si me conoce o no personalmente y no sólo a través de mis escritos. Si me conociera, tal vez, podría ser que yo le hubiera dado algún motivo para opinar así sobre mí, aunque se trataría de una opinión parcial, ya que no considera la de las mujeres que me rodean. Si no me conociera, estaría hablando desde la misma deliberada ignorancia que en mí critica.
Cuando habla de mi ignorancia, no puedo menos que darle la razón, sea que me conozca o no, ya que ha acertado de pleno, aunque no es tan “deliberada”, ya que lucho cada día para ser un poquito menos ignorante aceptando que puedo equivocarme y revisando mis posturas, sin creerme el dueño de la razón absoluta y que son todos los demás los que se equivocan, o bien que sólo les interesa joderme la vida.
Lo de mi mala poesía no es ni siquiera original. Ya hace tiempo, alguien muy cercano, entre la andanada de insultos que solía dedicar gratuitamente a quienes más la querían, una persona calificó lo mío como “literatura barata”. Nótese la analogía, son dos formas distintas para decir lo mismo. En todo caso, son opiniones tan válidas como cualquier otra, pues sobre gustos no hay nada escrito y todo es materia opinable, siempre que se haga con respeto y a la cara.
Pero nos hemos alejado un poco del motivo principal del post, que no es otro que dar las gracias de todo corazón a todos y cada uno de los lectores y seguidores de este blog por su apoyo, por su aliento, por su fidelidad, por ese gesto, aparentemente mínimo, de entrar a ver qué se cuece dentro, por darme ganas de seguir. Muchas gracias a todos, sin excepción, incluso a nuestro/a anónimo/a amigo/a, que con sus críticas me ayuda a no creerme García Márquez.. Los quiero a todos y si alguno se ha sentido decepcionado por que haya dejado de lado por un día la ficción, le pido mil disculpas. Prometo volver pronto con más historias del Tabernáculo y otras milongas.
A propósito de milongas, se me olvidaba comentarles que el pasado fin de semana se estrenó en Barcelona la “Milonga del holandés” cuya letra me pertenece en co-autoría con Sandra Redher, la mejor cantante de tangos que hay en España, sanrafaelina del ley, bellísima mujer y mejor amiga (y talentosísima poeta, por cierto) Parece ser que al público le gustó y cuando esté disponible en la red avisaré.
Hasta la próxima.

lunes, 18 de enero de 2010

El Tabernáculo (5ª parte) "La mujer de tu vida (II)"

Insisten. Me dan algunos minutos para atender a los recién llegados y cobrarle al “yuppie”, que ya se ha zampado todas las aceitunas y lo que le quedaba en el vaso, pero vuelven a la carga cuando regreso al mostrador con la bandeja vacía y el dinero en la mano. Miro a la mujer solitaria, que ahora habla por teléfono con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo ostentación de dentadura, tal vez recién estrenada. Creo que la miro buscando una respuesta, pero a ella no le interesan mis problemas y me deja solo ante el peligro.
Nobleza obliga. Me metí yo solo en este berenjenal y, ya que los cuatro respondieron sobradamente a mi pregunta, yo no puedo menos que imitarlos, se los debo.
Con ademán cansado, dejo la bandeja sobre el botellero, meto el dinero en la caja, me acerco al mostrador, donde apoyo los codos para que sirvan de punto de apoyo a los brazos que sostienen mi cabeza y les suelto mi perorata improvisada.
“Ayer, mi hermano me recordó una frase que oímos o leímos una vez, hace años, en Argentina. Creo que es de Fontanarrosa y venía a decir, palabra más o menos, que el hombre admira a la mujer inteligente, desea a la hermosa y, finalmente, se queda con la que le hace un poco de caso. Visto lo visto, me parece que tal vez sea una buena definición de mi ideal de mujer”.
No cuela. Saltan sobre mí como cuatro hienas sobre el cadáver de una gacela, dispuestos a hacerme pedazos.
Dicen que no se puede tener tan poca dignidad, que es inadmisible tanta falta de ambición, que aunque la frase refleje la realidad de la mayoría de los casos conocidos, incluyendo los nuestros, estábamos hablando de ideales, en el sentido literal del término.
Dicen que hablábamos de sueños, de utopías y que traje a colación la frase para patear el tablero y salirme por la tangente sin dar mi verdadera opinión, que mi respuesta no es válida. Touché.
“En realidad, igual que ustedes, yo no tengo una respuesta cierta a esa pregunta, tal vez nadie la tenga. Cualquier posible respuesta debe ser precedida de un “tal vez” y, probablemente también, todas las posibles respuestas acaben siendo falsas. Si sabiendo esto, aún conservan la curiosidad, les cuento.
Tal vez sea aquella chica que conocí cuando estudiaba en la universidad. Esa chica que era mi amiga del alma, mi confidente y confesora, la que se reía conmigo de las mismas cosas, la que siempre sabía dos segundos antes lo que yo iba a decir, la que sabía que yo también sabía.
¿Cómo fue que estando tan cerca no nos vimos? ¿Cómo fue que recién alcanzamos a vernos claramente cuando estábamos a diez mil kilómetros uno del otro, cuando la vida hacía rato que nos había puesto sobre caminos tan distantes y dispares? ¿Por qué demonios, si todo estaba claro, si los dos ya lo sabíamos todo y no cabía ninguna duda en el momento del reencuentro, después de tantos años, ella no pudo aceptar mi invitación, si sólo se trataba de hacer que, al menos, siempre nos quedara París, aunque nuestro París particular fuera una ciudad cualquiera de un país lejano y hubiera que pintarlo en cuatro días sobre un lienzo tercermundista? ¿Por qué me habrá faltado tanto para parecerme a Bogart?
Volviendo a lo de antes, a lo mejor sólo se trató de un sueño imposible, una utopía, y la mujer de mi vida no ha llegado, o no alcanzo a distinguirla todavía. ¿Quién dice que no sea la cliente de aquella mesa?, ¿por qué no habría de regresar mañana , atraída por un hombre armado con mandil y bandeja y con veleidades de escritor maldito? ¿Quién puede asegurarme que mañana no será el día de la gran revelación y, al mirarnos mientras le sirvo un refresco, comprendamos por fin que nos hemos estado esperando durante años y que por unos días ella podrá soñar que su nombre es Ilsa y el mío Rick?
En suma, señores, que la mujer de mi vida, como la de la mayoría, es un sueño, unas veces situado en el pasado, otras en el futuro, y que sólo unos pocos elegidos alcanzan a situar en el presente.”