miércoles, 16 de marzo de 2011

El Tabernáculo (7ª parte) "La mujer de tu vida (III)"

El uruguayo Abel hace muchísimos años que vive en España, pero no ha perdido nada de su acento, de su deje montevideano.

Es un buen conversador, y las tardes que pasa conmigo junto a la barra son indudablemente más cortas y entretenidas. Hoy puede hablar de jazz, mañana de cine, al día siguiente de teatro y al otro de filosofía, siempre con la misma autoridad y arreglándoselas siempre, no sé cómo, para que la charla resulte entretenida.

A veces, también, hablamos de féminas. Después de la conversación acerca de las mujeres de nuestras vidas que sostuve con aquellos cuatro parroquianos, quedé con hambre de más y por eso me decidí a interrogar a Abel en cuanto lo tuve a tiro, sabedor de que el hombre, que vive solo y ya ha superado largamente el medio siglo de vida, tiene una vasta experiencia en conocer mujeres a través de internet.

Yo me paso el día metido en el bar y no me sobra mucho tiempo para dedicarme a esos menesteres, pero confieso que siempre me ha intrigado saber cómo harán otros como Abel, pues sé que a algunos les da buen resultado. Confieso que, aparte la falta de tiempo, yo soy un poco antiguo. Soy más de presentación tradicional por intermedio de algún amigo o conocido común, de salir a tomar algo, de ir a bailar o al cine, de conversación cara a cara y mirándose a los ojos, pero parece ser que los nuevos tiempos y las nuevas tecnologías han dado lugar a nuevas formas de relacionarse y no me parece mal. Supongo que sólo será cuestión de adaptarse un poco.

La figura larguirucha de Abel entra en el Tabernáculo después de haber apagado, como todos los días, la colilla del cigarrillo que venía fumando en la suela del zapato y haberse deshecho de ella en la papelera que hay delante del bar. Es un fumador empedernido, pero no volverá a encender otro cigarrillo hasta que se vaya, así hayan pasado cuatro horas, y no porque se lo exija la nueva ley antitabaco. Lo hace desde siempre, por un extraño y poco frecuente sentido del civismo.

Yo fumo para mi, porque me gusta, dice. Pero eso no implica que tenga derecho a sentarme en el bar y llenarle de humo la cara al que tengo a mi lado. Si en el cine o el teatro no se fuma y si tampoco podemos fumar en un avión, no veo por qué aquí tenga que ser distinto. Los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás, decía mi padre, y yo respeto el derecho que tiene la señora que está en el asiento de al lado de respirar aire puro. Ya sé que la señora igual va a respirar aire viciado, porque esto sólo lo hago yo y al resto de la gente se la trae al pairo, pero yo soy así.

Una vez que se ha acomodado y ha hecho su pedido, empezamos la charla con las generalidades acostumbradas: el tiempo, algo de fútbol, alguna catástrofe climática, hasta que me decido a preguntarle por Elsa, su última conquista cibernética, una mujer de Extremadura, separada y con dos hijos ya grandes. La última vez que nos vimos, Abel estaba viendo si podía organizar un viaje hasta Cáceres para conocerla en persona. Al parecer, había buenos indicios de que la cosa podría funcionar entre ellos, ya que se habían visto por la cámara web y llevaban varios meses de conversaciones, tanto en el chat como por teléfono. Abel hablaba siempre muy bien de Elsa y la verdad es que parecía entusiasmado.

Se acabó, pibe… me dijo, agregando al ver mi cara de sorpresa: algún día tenía que pasar, pero fue lindo mientras duró.

¿Pero por qué, pregunté, si todo parecía ir tan bien hace unos días?

¿Quién sabe?, respondió él con gesto desganado. Esto es así, hoy conoces a una mujer que te gusta y, al parecer, tú le gustas a ella y durante un tiempo la relación parece ir sobre rieles, hasta que un día, sin ningún motivo aparente, la cosa empieza a enfriarse y de repente te encuentras con que se acabó todo, que te has vuelto a quedar solo y hay que volver a empezar. Otra vez al portal de contactos o a la red social a ver qué se pesca. ¿Los motivos? Generalmente no llegas a saberlos. Tal vez (lo más probable) es que haya aparecido otro en liza, un hombre real, concreto, de carne y hueso, que puede abrazarla, acariciarla y besarla de verdad y no sólo de manera virtual. Tal vez, simplemente, se haya aburrido de ti y no se anime a decírtelo a la cara, o sienta pánico ante la posibilidad de que la veas tal cual es, o quién sabe… la donna é móbile, muchacho. Además, en la red no todo es lo que parece; es muy fácil inventarse un perfil, asumir una personalidad distinta de la tuya y se puede vivir en la mentira mientras no haya contacto real. Yo tengo una amiga que tenía cinco identidades distintas, cada una con una personalidad diferente y se comportaba de acuerdo a cada una con los hombres que conocía. A veces, el mismo tipo creía estar tratando con tres o cuatro mujeres distintas y siempre era la misma. Yo no puedo hacerlo, me parece esquizofrénico, pero hay de todo.

Tiene que ser muy frustrante que te hagan ilusionarte para de pronto desaparecer sin más, ¿no?, dije.

Claro que sí, pero el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Yo también he hecho algo así, verás. Al poco tiempo de separarme de la madre de mis hijos, una amiga uruguaya que vive aquí celebró su cumpleaños en su casa y me invitó junto con otras personas. El caso es que mi amiga hizo fotos de la reunión y las envió a sus amigos y parientes de Uruguay, en donde una de sus amigas, al ver mi foto dijo: “quiero conocer a ese tipo”. Mi amiga, entonces, me pidió autorización para darle mi correo electrónico y a partir de allí iniciamos una relación muy intensa y muy bonita. Chateábamos todos los días durante horas y hablábamos con frecuencia por teléfono y así estuvimos durante varios meses, hasta que el diablo metió la cola, como se dice en mi tierra.

Lo que te decía antes, conocí a una mujer real, cercana, tangible, y me enamoré como un caballo. Flechazo instantáneo.

Ella tampoco era de aquí, pero estaba a mucho menos de los diez mil kilómetros que me separaban de la uruguaya, sólo a poco más de setecientos, de forma que durante unos meses estuvimos viajando para vernos hasta que decidí coger mis bártulos e irme a vivir a su pueblo, para tenerla cerca.

Para Ángela, la uruguaya, desaparecí sin dejar rastros, sin una explicación, ni una despedida. Nada, sólo mi actitud canallesca, mis malos modos, mi ingratitud, porque ella no se merecía ese trato, pero las personas, a veces, somos así de cobardes.

Durante mucho tiempo busqué razones que justificaran mi conducta, como el que cada uno tuviera su vida resuelta en su país (hijos, familia, trabajo) y, realmente, no hubiera casi posibilidades de que alguno de los dos diera el salto y se radicara en el lugar del otro. Eso podrían hacerlo, quizás, personas más jóvenes, pero a nosotros ya se nos había pasado el arroz.. En cualquier caso, ninguna justificación me pareció suficiente. Me sentía y me siento un canalla, incluso luego de lo que pasó después.

Tres años más tarde regresé de aquel pueblo con las ilusiones rotas y un agujero en el alma. La cosa no había funcionado, por muchos motivos que no voy a detallar ahora, aunque yo seguía enamorado de aquella mujer a pesar de todo. Estaba muerto, parecía un zombie.

Al poco tiempo recibí una llamada telefónica de mi amiga, la del cumpleaños, que me decía que Ángela estaba al tanto de todo lo que había pasado, que siempre había sido así porque ella se lo había ido contando y que quería volver a escribirme, que estaba todo perdonado.

Acepté, por supuesto, con toda la vergüenza del mundo, pero no sólo porque se lo debiera, sino porque recordé lo bien que lo pasaba hablando con ella, lo mucho que nos reíamos juntos, el buen humor y las ganas de vivir que contagiaba. Así, pues, volvimos a retomar la cosa donde la habíamos dejado, pero esta vez con una actitud más madura, más realista, sabiendo que lo nuestro era virtual y que casi no había ninguna posibilidad de que dejara de serlo. Hasta el día en que me preguntó: “¿te gustaría que fuera a visitarte?”

Dije que sí, entusiasmado porque la visita fuera inminente, pero no era así. Se trataba más de una expresión de deseos, porque la realidad era que no tenía ni el dinero, ni las fechas, ni nada. Sólo su determinación, su ingenio y su fuerza de voluntad.

Durante los meses siguientes seguí de cerca los preparativos del futuro viaje de una simple bibliotecaria de un país subdesarrollado que era capaz de hacer mil inventos y mil sacrificios para lograr su cometido de conocer en persona a un bicho tan impresentable como yo. Así, la ví pluriemplearse en otra biblioteca, vender cosméticos y perfumes en sus ratos libres, cruzar a sus dos perras de raza para vender los cachorros, vender una colección de revistas de historietas de los años cuarenta y guardar en la hucha hasta el último céntimo posible. Hasta que se hizo el milagro en forma de billete de avión.

Viajaría, por fin, pero eso no quería decir que pudiéramos vernos, finalmente. Todavía quedaba algo por solucionar, y no era precisamente sencillo. Las autoridades de este país, al parecer, se han olvidado de que alguna vez tuvieron que ir a matarse el hambre a sus antiguas colonias y que allí fueron recibidos con los brazos abiertos y sin condicionamientos. Claro que tal vez esté equivocado, porque los hijos y nietos de aquellos emigrantes hoy están allí, en Iberoamérica, y los que aquí quedan son los descendientes de aquellos que medraban con el antiguo régimen y que siguen siendo iguales que sus padres y abuelos, aunque se disfracen de demócratas.

En fin, que además de todo, Ángela necesitaría una carta de invitación. Firmarla no me suponía ningún problema, pero resulta que el formulario que obliga a utilizar la Administración cuesta dinero y yo no lo tenía, ni ella tampoco, de modo que escribí un texto similar al requerido en un folio normal, hice certificar mi firma por un banco y se lo envié, a ver si colaba.

En principio, no coló. La retuvieron varias horas sin darle mayores explicaciones, haciéndole perder un enlace aéreo, para por fin dejarla pasar.

Me volví loco de contento cuando la ví aparecer en la puerta del aeropuerto y no pude volver la vista atrás cuando la dejé junto a la misma puerta veintiún días después.

Con Ángela pasé tres semanas maravillosas que recordaré durante el resto de mi vida y espero haber estado a la altura de tanto sacrificio como hizo ella por mí, porque no creo que vuelva a tener muchas oportunidades de resarcirla. Como te dije antes, ella tiene allí su vida y yo aquí la mía y a estas alturas eso es casi imposible de modificar. Es una pena, porque descubrí a una mujer maravillosa, mejor aún que la que creía conocer por internet.

Al final, dije, interrumpiendo el monólogo de Abel, Ángela va a terminar por ser la mujer de tu vida.

No lo sé, dijo él, no pienso en eso. Vivo y tomo lo que me da cada día sin hacerme grandes cuestionamientos, pero de lo que estoy seguro es que si existiera un concurso para eso que dices de ser la mujer de mi vida, ella probablemente se dejaría el alma para ganarlo, utilizando todos los medios a su alcance. Legales, claro, porque es honesta a más no poder, además. Y tendría muchísimas probabilidades de ganar, me consta.

Abel sacó un pañuelo enorme del bolsillo, de esos de tela que ya casi nadie usa para sonarse la nariz y, me pareció, limpiarse ligeramente y con el mayor disimulo los ojos algo enrojecidos. Levantándose hacia la puerta, guardó el pañuelo en el bolsillo y me dijo: “ahora vuelvo, hoy necesito echar un cigarrillo”.