lunes, 8 de octubre de 2012

TRES MICRORRELATOS


EL FANTASMA
            Don Basilio había sido el único habitante de la casa durante siglos. Mientras vivió, y lo hizo durante noventa años, como propietario de la finca y después de muerto como fantasma, dedicado a hacerles la vida imposible a todos y cada uno de los sucesivos habitantes de la casa.
            Se entretenía cambiándoles las cosas de sitio, arrastrando cadenas durante la noche, haciendo crujir las duelas del piso de madera (hasta que unos propietarios hicieron reformas y levantaron las tablas para poner baldosas, que ya no crujían), abriendo los grifos que los inquilinos cerraban y algunas veces, muy pocas, apareciéndoseles cubierto con una sábana con dos agujeros en donde deberían estar los ojos.
            Esto lo hacía en las contadas ocasiones en que los inquilinos le caían especialmente mal, cuando eran malas personas, ya que él se enteraba de todo lo que se hablaba en la casa y conocía, por así decirlo, la totalidad de los pecados de cada uno., de modo que cuando alguien golpeaba a su mujer o maltrataba a sus hijos, o robaba, o era un asesino, Don Basilio se le aparecía gruñendo a voz en cuello (él creía que los gruñidos añadían un toque teatral al asunto) para interrumpirle el sueño y hacerle huir despavorido, cosa que conseguía siempre, tal era el terror que su imagen infundía en los desprevenidos inquilinos.
            Nicolás era un niño de unos seis o siete años y no es que fuera esencialmente malo, pero era tan travieso que se hacía insoportable para todo el mundo, incluido Don Basilio.  Sin embargo, éste consideraba que aparecerse con su sábana delante del rapaz sería una exageración, así que durante mucho tiempo permaneció en el altillo donde moraba, sin atreverse a vagar por la casa como hacía antes.
            Pero un buen día fue Nicolás el que subió, curioso, hasta el altillo, cuya puerta estaba mal cerrada y sorprendió a Don Basilio enfundado en su sábana.  Lejos de amilanarse, el niño le preguntó “¿y tú quién eres?”  “Soy un fantasma, ¿no lo ves?” dijo Don Basilio un poco mosqueado.
            El niño lo miró de arriba abajo, lanzó una carcajada y dándose la vuelta para volver a la planta baja le espetó: “tonto, los fantasmas no existen”.
            La sábana que cubría al fantasma de Don Basilio cayó al suelo inmediatamente después de que el niño se marchara y no ha vuelto a moverse de allí desde entonces. Nicolás ya tiene veinte años y nadie ha vuelto a saber nada del fantasma.

EL OJO
            A Jorge le gustaba con locura leer.  Desde que aprendió a hacerlo, a los cuatro años, había sido un lector incansable de cuanto material caía en sus manos. Su mala salud crónica y los largos períodos de cama que tuvo que guardar a lo largo de los años favorecieron esa costumbre.
            Tal vez, si hubiera podido moverse de otra forma,  se habría aficionado a los deportes, como la mayoría, pero a él sólo le interesaba leer.
            Con el paso de los años fue perdiendo partes del cuerpo, por las enfermedades que lo aquejaban.  Primero tuvieron que cortarle un pié, más tarde el otro, luego la vesícula y el bazo, después el resto de las piernas, también el ojo derecho y la oreja izquierda.
            Estuvo estable un par de años, pero luego volvieron las amputaciones y ablaciones: Las manos y los brazos, el apéndice y los genitales, la otra oreja y la nariz,  y así sucesivamente.
            En realidad, además de mala salud, Jorge tenía mala suerte, porque algunas de las causas fueron accidentes de todo tipo: domésticos, de tráfico, etc.  El caso es que entre una cosa y otra, antes de cumplir los cuarenta años, Jorge quedó reducido solamente  a un ojo izquierdo.  Otro, en su lugar, se hubiera sentido desesperado, pero él estaba tan acostumbrado a la inactividad, que ya no se molestaba demasiado. Además, podía hacer lo que más le gustaba en el mundo: leer, y las enfermedades cada vez tenían menos motivos para cebarse en su persona, ante la falta de órganos y partes del cuerpo y en estas condiciones pasó bastante tiempo, hasta aquel día en que sopló tanto viento y le entró una basurita en el ojo..  Tenía mala suerte, evidentemente.

GARIBALDI
         La abuela de Felipe tenía como mil años. Nunca supe su edad exacta, pero sin duda era muy mayor.  Era una ancianita pequeña y frágil, con la cara llena de arrugas y una expresión dulce y serena y con una sonrisa siempre a flor de labios.
            Supongo que la inminencia de su propia muerte y la evidencia de la decrepitud no debían ser motivo suficiente para tanta sonriente serenidad, pero posiblemente la explicación al fenómeno se debiera a que la buena mujer hacía años que sufría de demencia senil y no se enteraba ni pizca de lo que sucedía a su alrededor.                                                                        .           Simplemente, vegetaba en un sofá, mirando la tele con una media sonrisa en los labios que se hacía más grande cada vez que miraba la foto de Garibaldi que había en un portarretratos sobre la mesita, al lado del sofá en la que pasaba el día sentada sin molestar a nadie.
            La buena mujer era italiana y desde muy joven había tenido una admiración rayana en la idolatría por el prócer italiano y, al parecer, su recuerdo era el único que había conseguido sobrevivir a la demencia senil, ya que la pobre señora no reconocía a nadie de su entorno ni el sitio donde estaba. Si saliera sola a la calle, evidentemente, se perdería sin remedio.
            Para la familia de Felipe, el único problema que significaba el estado de su abuela, más allá de os cuidados que deben darse a cualquier persona mayor, se limitaba a vigilar que no saliera de la casa subrepticiamente y a reconducirla hacia su cama cada vez que se levantaba por las noches, creyendo que ya era de día y tenía que preparar el desayuno para todos.
            Otra cosa eran los sustos que les daba la buena mujer, inofensivos pero molestos, porque muchas madrugadas, la pobre anciana se despertaba dando gritos a voz en cuello de: ¡Garibaldi!, ¡Garibaldi!
            Tal vez, en algún momento de su ya muy lejana juventud, la mujer habría visto pasar por su pueblo al prócer y a sus huestes, o simplemente creía verlo en sueños. No había manera de saberlo.
            Un día, ocurrió lo impensado.  En un momento de distracción de la familia la anciana se levantó del sillón y, al parecer, consiguió ganar la calle y desaparecer.
            Alertados, Felipe, sus hermanos y sus padres la buscaron por todas partes, pusieron retratos suyos en los postes de luz ofreciendo recompensa por su aparición, recurrieron a la policía, llamaron a todos los hospitales y asilos, pero todo fue en vano.
            Al día siguiente, en el retrato que estaba en la mesita junto al sofá, la abuela de Felipe sonreía encantada del brazo de su héroe.




lunes, 12 de marzo de 2012

LA FELICIDÁ, JA, JA,JA,JA...

Una de las cosas que me asombran de las redes sociales como Facebook es la velocidad con que la gente intercambia información de distinto tipo, así como la cantidad y diversidad de dicha información, hasta tal punto que quienes tenemos, por diferentes razones, agregadas como amigos a muchas personas (en mi caso supero las trescientas, pero hay quien tiene varios miles) nos encontramos con serias dificultades a la hora de incorporar y digerir toda la información que proviene de nuestros amigos, reales y virtuales.

Quiero decir que a veces leemos una frase, o una cita famosa sin detenernos mucho en ella y aplaudimos o denostamos a quien la subió a nuestro muro, al suyo o al do otro amigo común, según nos haya gustado o no su significado. Sin embargo, pocas veces leemos el comentario con tiempo suficiente como para darnos cuenta de que muchas veces el texto admite una lectura diferente de la que hacemos “prima facie”.

Pongo un ejemplo. Hace unos días, mi amiga Mónica publicaba en el muro de su hermana Patricia una frase sobreimpresa en una foto de Cantinflas (¿su autor?) que decía algo así como que “tu primera obligación es ser feliz, y la segunda es hacer felices a los demás; lo segundo ya lo has logrado”.

Cualquier persona en su sano juicio puede inferir que la intención de Mónica era expresar a Patricia la felicidad que le provoca tenerla como hermana (equivalente a la que a mí me provoca que sean mis amigas estas dos mujeres inteligentes y hermosas) y también exhortarla a ser feliz de una buena vez., pero un ligero cambio en el punto de vista de Patricia, quizá más fatalista, generó un pequeño intercambio de opiniones entre ambas, en el que un servidor intervino haciendo un chiste tonto.

Increíblemente, mi absurda intervención generó por ambas partes el pedido de que intercediera a favor de una o de otra, cosa que no me hubiera sorprendido si no me conocieran desde hace muchísimos años y no supieran que de mi mente enfebrecida es imposible obtener un razonamiento lógico y coherente. El caso es que ningún hombre, demente (como yo) o en su sano juicio podría negarse al pedido de semejantes féminas, así que acepté intervenir.

La primera bobada que se me ocurrió fue decir que yo no quiero tener la obligación de ser feliz, porque la vida ya se encarga de ponernos el listón muy alto, porque ser feliz implica una tarea titánica, de resultado poco menos que imposible como para que, encima, resulte ser una obligación. Quiero decir que con respecto a la consecución de la felicidad, que obtenemos, en el mejor de los casos, en pequeñas grageas, el umbral de tolerancia a la frustración suele ser muy bajo y que si, además, le damos categoría de obligación, ese umbral disminuirá todavía más, lo que nos haría vivir en un estado de frustración casi perenne.

Por otra parte, la vida no reparte de forma equitativa los medios para ser felices. Hay un dicho que expresa que el dinero no da la felicidad, pero que la compra hecha.. Tal vez no sea exactamente así, porque “los ricos también lloran”, pero es indudable que Bill Gates, por poner un ejemplo, tiene muchas más posibilidades económicas que yo de adquirir un mayor porcentaje de aquellas “grageas de la felicidad” de las que hablábamos antes. Me parece, por tanto, que hay un agravio comparativo al hacerme participar contra mi voluntad en una carrera tan desventajosa. La fábula de la tortuga y la liebre es simplemente eso, una fábula, pura ficción.

En cuanto a lo de hacer felices a los demás, me parece una exageración muy peligrosa. No es que niegue el derecho a la felicidad ajena, pero creo que habría que acotarlo. Personalmente, prefiero negarme a facilitar motivos para ser feliz a un pederasta, a un dictador o a un psicópata, diciéndole a este último “estrangúleme y sea feliz”, o al primero “llévese a mi niño detrás de aquel matorral y haga lo que usted sabe con toda confianza, su felicidad es lo primero”.

Otras veces, aunque queramos que la otra persona sea feliz, no podemos lograrlo. Hay trastornos de la personalidad, como la psicosis maníaco depresiva, que alteran las percepciones de quienes la padecen, haciendo que los motivos de felicidad que podamos darles les parezcan exactamente lo contrario, lo que transforma en completamente inútil todo nuestro trabajo en ese sentido.

También hay que decir que el mundo está lleno de pesimistas, egoístas y amargados que se niegan a sí mismos, sistemáticamente y sin motivo aparente, el derecho a disfrutar de unos mínimos retazos de felicidad, así como el permitir que otros lo sean.. ¿Por qué tendría yo que mover un dedo para facilitarles el goce a estos sujetos de tal calaña?

Cuesta reconocerlo, pero hay gente que nos odia. No viene al caso si tienen o no motivos para hacerlo, pero de todas formas nos convierten en objeto de su aversión. ¿Qué hacer frente a ellos? Tal vez cantarles con una sonrisa en los labios aquello de “ódiame por favor, yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia” o quemarnos a lo bonzo frente a su balcón luego de pedirles que no dejen de filmar la escena para llevarla a la tele y ganarse un dinero extra, además de tener un recuerdo para toda la vida de un instante delicioso.

Y luego están los pequeños detalles, los asuntos cotidianos, que a veces nos ponen en disyuntivas muy difíciles de resolver. Si tengo una vecina beata que es fanática del canto gregoriano y me pone todos los días a los Monjes de Silos a todo volumen coincidiendo con las horas en que los curas rezan sus oraciones en el convento (maitines, laudes, etc.), ¿qué debo hacer para que sea más feliz?, ¿debo acompañarla en sus plegarias como si fuera un franciscano y renunciar a dormir durante más de dos horas seguidas, o será mejor tomar las medidas para hacer que la venerable santona escuche los cánticos en directo (que no en vivo) en la voz de un coro de ángeles y sentada a la diestra del Señor?

¿Cómo hacer feliz al chihuahua de mi vecina, que todos los días deja sus deposiciones encima de mi felpudo?, ¿comprando para él un felpudo nuevo cada día y poniéndole para que coma albóndigas con laxante o prestándole mi rifle calibre 22 a ese otro vecino, víctima como yo del mismo simpático chucho y que dice cada vez que me cruza que nada lo haría más feliz que meterles cuatro tiros al perro diarreico y a su dueña?

En fin, que paso de obligaciones en ese sentido y que cada uno sea libre de hacer de su culo un jardín, mientras no estorbe a los demás. De momento, me conformaré con hacer felices a los lectores dejando de escribir, no sin antes exhortarles a que, si les ha gustado este disparate y han sido felices con él por un momento, lo compartan con sus amigos en los muros de sus redes sociales, para que ellos también disfruten de su misma felicidad y a que si, por el contrario, no les ha gustado, lo compartan con sus enemigos, ya que de este modo podrán resarcirse mínimamente al ver cómo esos odiados rivales se retuercen de asco. De paso, me darán la alegría de proporcionar nuevos lectores a este blog infame y desatendido, cumpliendo plenamente con la máxima de Cantinflas. Muchas gracias.