EL FANTASMA
Don
Basilio había sido el único habitante de la casa durante siglos. Mientras
vivió, y lo hizo durante noventa años, como propietario de la finca y después
de muerto como fantasma, dedicado a hacerles la vida imposible a todos y cada
uno de los sucesivos habitantes de la casa.
Se
entretenía cambiándoles las cosas de sitio, arrastrando cadenas durante la
noche, haciendo crujir las duelas del piso de madera (hasta que unos
propietarios hicieron reformas y levantaron las tablas para poner baldosas, que
ya no crujían), abriendo los grifos que los inquilinos cerraban y algunas
veces, muy pocas, apareciéndoseles cubierto con una sábana con dos agujeros en
donde deberían estar los ojos.
Esto
lo hacía en las contadas ocasiones en que los inquilinos le caían especialmente
mal, cuando eran malas personas, ya que él se enteraba de todo lo que se
hablaba en la casa y conocía, por así decirlo, la totalidad de los pecados de
cada uno., de modo que cuando alguien golpeaba a su mujer o maltrataba a sus
hijos, o robaba, o era un asesino, Don Basilio se le aparecía gruñendo a voz en
cuello (él creía que los gruñidos añadían un toque teatral al asunto) para
interrumpirle el sueño y hacerle huir despavorido, cosa que conseguía siempre,
tal era el terror que su imagen infundía en los desprevenidos inquilinos.
Nicolás
era un niño de unos seis o siete años y no es que fuera esencialmente malo,
pero era tan travieso que se hacía insoportable para todo el mundo, incluido
Don Basilio. Sin embargo, éste
consideraba que aparecerse con su sábana delante del rapaz sería una
exageración, así que durante mucho tiempo permaneció en el altillo donde
moraba, sin atreverse a vagar por la casa como hacía antes.
Pero
un buen día fue Nicolás el que subió, curioso, hasta el altillo, cuya puerta
estaba mal cerrada y sorprendió a Don Basilio enfundado en su sábana. Lejos de amilanarse, el niño le preguntó “¿y
tú quién eres?” “Soy un fantasma, ¿no lo
ves?” dijo Don Basilio un poco mosqueado.
El
niño lo miró de arriba abajo, lanzó una carcajada y dándose la vuelta para
volver a la planta baja le espetó: “tonto, los fantasmas no existen”.
La
sábana que cubría al fantasma de Don Basilio cayó al suelo inmediatamente
después de que el niño se marchara y no ha vuelto a moverse de allí desde
entonces. Nicolás ya tiene veinte años y nadie ha vuelto a saber nada del
fantasma.
EL OJO
A
Jorge le gustaba con locura leer. Desde
que aprendió a hacerlo, a los cuatro años, había sido un lector incansable de
cuanto material caía en sus manos. Su mala salud crónica y los largos períodos
de cama que tuvo que guardar a lo largo de los años favorecieron esa costumbre.
Tal
vez, si hubiera podido moverse de otra forma,
se habría aficionado a los deportes, como la mayoría, pero a él sólo le
interesaba leer.
Con
el paso de los años fue perdiendo partes del cuerpo, por las enfermedades que lo
aquejaban. Primero tuvieron que cortarle
un pié, más tarde el otro, luego la vesícula y el bazo, después el resto de las
piernas, también el ojo derecho y la oreja izquierda.
Estuvo
estable un par de años, pero luego volvieron las amputaciones y ablaciones: Las
manos y los brazos, el apéndice y los genitales, la otra oreja y la nariz, y así sucesivamente.
En
realidad, además de mala salud, Jorge tenía mala suerte, porque algunas de las
causas fueron accidentes de todo tipo: domésticos, de tráfico, etc. El caso es que entre una cosa y otra, antes
de cumplir los cuarenta años, Jorge quedó reducido solamente a un ojo izquierdo. Otro, en su lugar, se hubiera sentido
desesperado, pero él estaba tan acostumbrado a la inactividad, que ya no se
molestaba demasiado. Además, podía hacer lo que más le gustaba en el mundo:
leer, y las enfermedades cada vez tenían menos motivos para cebarse en su
persona, ante la falta de órganos y partes del cuerpo y en estas condiciones
pasó bastante tiempo, hasta aquel día en que sopló tanto viento y le entró una
basurita en el ojo.. Tenía mala suerte,
evidentemente.
GARIBALDI
La
abuela de Felipe tenía como mil años. Nunca supe su edad exacta, pero sin duda
era muy mayor. Era una ancianita pequeña
y frágil, con la cara llena de arrugas y una expresión dulce y serena y con una
sonrisa siempre a flor de labios.
Supongo
que la inminencia de su propia muerte y la evidencia de la decrepitud no debían
ser motivo suficiente para tanta sonriente serenidad, pero posiblemente la
explicación al fenómeno se debiera a que la buena mujer hacía años que sufría
de demencia senil y no se enteraba ni pizca de lo que sucedía a su
alrededor.
. Simplemente, vegetaba
en un sofá, mirando la tele con una media sonrisa en los labios que se hacía
más grande cada vez que miraba la foto de Garibaldi que había en un
portarretratos sobre la mesita, al lado del sofá en la que pasaba el día
sentada sin molestar a nadie.
La
buena mujer era italiana y desde muy joven había tenido una admiración rayana
en la idolatría por el prócer italiano y, al parecer, su recuerdo era el único
que había conseguido sobrevivir a la demencia senil, ya que la pobre señora no
reconocía a nadie de su entorno ni el sitio donde estaba. Si saliera sola a la
calle, evidentemente, se perdería sin remedio.
Para
la familia de Felipe, el único problema que significaba el estado de su abuela,
más allá de os cuidados que deben darse a cualquier persona mayor, se limitaba
a vigilar que no saliera de la casa subrepticiamente y a reconducirla hacia su
cama cada vez que se levantaba por las noches, creyendo que ya era de día y
tenía que preparar el desayuno para todos.
Otra
cosa eran los sustos que les daba la buena mujer, inofensivos pero molestos,
porque muchas madrugadas, la pobre anciana se despertaba dando gritos a voz en
cuello de: ¡Garibaldi!, ¡Garibaldi!
Tal
vez, en algún momento de su ya muy lejana juventud, la mujer habría visto pasar
por su pueblo al prócer y a sus huestes, o simplemente creía verlo en sueños.
No había manera de saberlo.
Un
día, ocurrió lo impensado. En un momento
de distracción de la familia la anciana se levantó del sillón y, al parecer,
consiguió ganar la calle y desaparecer.
Alertados,
Felipe, sus hermanos y sus padres la buscaron por todas partes, pusieron
retratos suyos en los postes de luz ofreciendo recompensa por su aparición,
recurrieron a la policía, llamaron a todos los hospitales y asilos, pero todo
fue en vano.
Al
día siguiente, en el retrato que estaba en la mesita junto al sofá, la abuela
de Felipe sonreía encantada del brazo de su héroe.