domingo, 10 de octubre de 2010

El Tabernáculo (6ª parte) Ella y los elefantes

Ella fue solamente “Ella”, sin nombre durante muchos meses, porque las mujeres en los bares se comportan de manera diferente a los hombres, sobre todo a partir de ciertas horas, cuando llega la noche.
Durante el día se ve de todo: personas solas, parejas, grupos del mismo género o mixtos, y las únicas diferencias parecen ser que las mujeres eligen sentarse a una mesa, mientras que los hombres prefieren la barra y que ellas leen el diario y ellos la prensa deportiva, pero al anochecer las cosas cambian un poco.
Las mujeres ya casi no vienen solas, sino que lo hacen en pareja o en grupos, con mayor presencia masculina a medida que va oscureciendo.
Otra diferencia está en el trato con el barman, o sea, conmigo. Las mujeres, al revés que los hombres, no utilizan el bar como confesionario ni le cuentan sus cuitas al camarero y por eso sé poco de ellas, apenas lo que puedo inferir de los trozos de conversaciones entre pares que escucho cuando me acerco a servirles. Los hombres somos capaces de contarle hasta lo más íntimo a un desconocido en la barra de un bar, con una copa en la mano. Las mujeres, en cambio, pregonan a voz en cuello cuándo fue la última vez que les vino la regla, cuál es el tamaño del pene de sus amantes o qué color han elegido para teñirse el pubis, pero no lo hacen en el bar. Su confesionario es la peluquería, un lugar generalmente vedado a los hombres, excepto en las peluquerías “unisex”, cuya clientela es de mujeres y de hombres… ma non troppo.
Pero volvamos a “Ella”, que nos hemos desviado del camino y nos hemos entretenido demasiado. ¿Por qué volver a ella?, simplemente porque es distinta. Y porque, siendo distinta, me hace acordar a otra clienta que tuve hace muchos años y que me dejó con una espina clavada.
Aquella era una mujer mayor, bien entrada en los sesenta, siempre impecablemente ataviada con ropas, zapatos y bolsos de marcas carísimas y originales, en vez de esas burdas imitaciones de los chinos que solemos ver hoy en día. Se sentaba junto a la barra, siempre en el mismo sitio y procedía a zamparse, según el día, hasta media docena de güisquis dobles, del escocés más caro. Luego, sin decir ni media palabra, pagaba la cuenta, se levantaba a duras penas y salía flameando como una bandera azotada por el viento hacia la calle, intentando mantener, a duras penas, la vertical y la poca elegancia que ya le quedaba. Así casi todos los días.
No cabía ninguna duda de que, a los ojos de un aprendiz de escritor como yo, la figura de esa mujer encerraba alguna historia digna de ser contada, pero jamás me animé a dirigirle la palabra como no fuera por necesidades estrictamente profesionales. ¿Qué le sirvo?, aquí tiene su cambio, ¿con hielo o solo?, ese tipo de cosas. Durante mucho tiempo nuestra relación se limitó al intercambio de cortesías y silencios. Ni siquiera supe su nombre.
Ahora tengo más edad, más experiencia y menos prejuicios y eso ha hecho que con Anita sea distinto. Ella se llama Anita y sólo se parece a su antecesora en que siempre viene sola y tarde, en la edad (aunque tal vez tenga algún lustro menos que la otra) y en que también sabe mantener cierta elegante gravedad en sus modales, en este caso sin tener que luchar contra el alcohol, porque Anita rara vez bebe alguna cerveza sin alcohol, prefiere el café sin cafeína, con leche y en taza grande, de las de desayuno. Mientras tanto, fuma y observa a los demás que están a su alrededor. A veces, toma notas en una pequeña libreta que siempre va con ella.
Como ya dije, tardé meses en vencer mi timidez, o la supuesta barrera que imponían su condición de señora solitaria y algo mayor que yo, pero poco a poco fuimos estableciendo cierta confianza mutua, lo que me permitió preguntarle a qué se dedicaba.
Soy escritora, dijo.
Ella no lo sabía, claro, pero había dicho la palabra mágica. A partir de entonces, una vez revelada la coincidencia en nuestra afición común, nuestra relación se fue haciendo más estrecha. No digo que nos hiciéramos amigos íntimos, ni siquiera que hubiéramos establecido una verdadera amistad, pero lo cierto es que fuimos ganando en confianza mutua hablando de los libros y escritores que nos gustaban, de los que, en cambio, nos disgustaban profundamente y también de aquellos a quienes considerábamos talentosísimos escritores y poetas, pero cuya imagen se desteñía a causa de ciertas actitudes personales y opiniones políticas abiertamente distantes de las nuestras, que eran bastante parecidas.
Nuestros diálogos solían ser fluidos, hasta el día en que ella soltó un soliloquio en el que apenas me dejó meter un bocadillo que otro. Y todo porque a mí se me ocurrió preguntarle sobre qué estaba escribiendo en ese momento.
Escribo sobre la muerte, me dijo con una voz que se había vuelto de repente tan fría como el interior de la máquina de hielo en la que estaba hurgueteando para servir unas copas. Y luego de una pausa forzada a medias por mi sorpresa y mi distracción en servir al cliente, agregó: sobre mi propia muerte, porque voy a morirme.
No sé qué cara habré puesto, pero Anita se vio obligada a dulcificar el tono y esbozar una sonrisa.
Tranquilo, dijo, que no pienso morirme aquí ni ahora. Es verdad que estoy enferma de algo que acabará matándome tarde o temprano, pero no es inminente. No es como uno de esos cánceres que te fulminan en tres meses, lo mío es más elegante, si se quiere, más refinado, que te va deteriorando poco a poco, lentamente y en silencio, sin que te des cuenta cómo ni cuándo te van apareciendo las lesiones y te vas convirtiendo en carne de hospital hasta que un buen día algo deja de funcionar, o ya no hay terapia que alcance, una cosa va llevando a la otra, y te vas para el otro barrio como quien no quiere la cosa.
Pero también escribo sobre elefantes, porque los admiro desde niña. Sobre todo desde que leí, no recuerdo dónde, que cuando sienten que les llegó la hora de morir se alejan de la manada y se internan en la jungla, o en la sabana, donde sea que estén, para acabar su existencia donde nadie los vea y sin tener que avisar al resto de sus congéneres. Siempre me pareció una decisión muy sabia, considerada y elegante, tanto que cuando llegue mi hora pienso hacer como ellos. Tal vez, sin darme cuenta, ya haya empezado a hacerlo y por eso es que me ves aquí sola, a estas horas.
El caso es que escribir sobre la muerte y los elefantes me ha servido para reflexionar acerca de mi propia vida y mi propia muerte. He vivido unos cuantos años y no puedo quejarme de cómo lo hice. Lo que dicen que hay que hacer, plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, lo hice más de una vez en todos los casos, de modo que creo que tengo mucho más derecho que cualquier enfermedad de mierda para decidir sobre mi propia vida y mi propia muerte.
Dicho esto, he decidido que no pienso esperar a acabar mis días como un vegetal, mirando pasar las nubes desde una silla de ruedas, en la sala de una residencia geriátrica en la que las únicas visitas sean las de la enfermera que viene a traerme la medicación o la de la auxiliar que viene a ver si me he vuelto a cagar y a cambiarme los pañales. ¿Para qué, para batir un record de supervivencia por el que no me pagarán nada? Hay que saber morirse a tiempo, decía mi madre, y tenía razón.
Tampoco pienso pasarme quién sabe cuántos meses o años sufriendo los efectos del deterioro físico, en interminables sesiones de diálisis, rebotando de quirófano en quirófano, de ablación en ablación, tomando toneladas de remedios que me arreglan una cosa mientras me descomponen otra, o padeciendo dolores de muerte sin que la muerte se digne incluirme en su nutrida agenda de ejecutivo. Por eso llegará el día en que deje de medicarme, de hacer régimen y “vida sana” para dedicarme al hedonismo el tiempo que sea, aunque eso signifique achicar plazos. Después, que me quiten lo bailado.
Hay muchas formas válidas para impedir todo aquel sufrimiento, ¿sabes? Algunas incluso son casi inocuas, limpias, indoloras, incluso baratas y fáciles de conseguir en cualquier farmacia y sin necesidad de receta médica. Me lo dijo el médico que atendió a uno de mis ex maridos cuando le hizo un lavaje de estómago después de uno de sus varios intentos patéticos y ridículos de suicidio. Podría haberse tomado la caja entera de ese medicamento, que no falta en el botiquín de casi ninguna buena familia y haberse despedido con un buen shock hepático, pero el muy ignorante prefirió tomarse unos somníferos que, a lo sumo, le habrían hecho dormir a pierna suelta una reparadora siesta de dos o tres días.
Hay que ser elegante para todo y mantener cierta dignidad, incluso a la hora del suicidio. Por eso no entiendo a los que se tiran debajo de un tren, o desde la cornisa de un edificio, que joden a la pobre gente que va a trabajar interrumpiendo el servicio ferroviario durante horas haciéndoles perder el premio a la productividad en sus trabajos, o matando a un inocente que pasaba justo por allí en el momento en que decidieron tirarse por la ventana sin mirar si había alguien abajo. Gente de mierda, malos bichos hasta para morirse.
Tampoco son santos de mi devoción los que se pegan un tiro en la boca o se levantan la tapa de los sesos de un escopetazo. Es verdad que éstos especimenes no hacen daño a otros, pero tampoco tienen ningún derecho a dejar a los demás el horrendo espectáculo de un fiambre en una habitación llena de cuajarones de sangre y trozos de vísceras pegadas al suelo y a las paredes. Es repulsivo.
Yo pienso hacer otra cosa, pero no pienses que será nada original. En realidad, le copié la idea a mi prima Eulogia, que la puso en práctica con todo éxito. Fue todo muy simple, de una sencillez rayana con la ingenuidad, pero de una elegancia soberbia.
Luego de darles, como todos los días, el desayuno a su marido y a sus hijos y una vez que todos se hubieran ido a sus trabajos y colegios, Eulogia metió unas pocas ropas en un pequeño bolso de mano, se fue en autobús al otro lado de la ciudad en donde se registró en un hotelucho sencillo, pero decente, luego de haber depositado en un buzón una carta para su marido en la que explicaba los porqués de su conducta y daba la dirección en donde podrían encontrar su cuerpo. Nada de correos electrónicos ni mensajes de móvil, una carta por correo normal tardaría en llegar el tiempo suficiente para que el cóctel de pastillas que se tomaría luego hiciera su efecto y garantizaría el período necesario para que ni la policía, ni el personal sanitario llegasen con margen para salvarla. De paso, se evitaba el molesto lavaje de estómago.
El suicidio perfecto, sin duda, pero como te digo, no te asustes, que mi hora no ha llegado todavía y recién estoy empezando a irme. Yo, en tu lugar, empezaría a preocuparme el día en que cambie este asqueroso café con leche por una seguidilla de gin tonics, pero seguramente dejaré de venir a este bar antes de que eso ocurra, para no alertar a nadie.
Entonces Anita sonrió, me pagó lo consumido incluyendo una buena propina y se fue, diciendo en un susurro “no me hagas caso”. Al verla alejarse me pareció de pronto que sus caderas generosas, vistas así, de atrás y bamboleándose de un lado a otro, tenían un inconfundible aire paquidérmico, como el de una elefanta que deja la carpa después de la actuación.
Anita sigue viniendo al Tabernáculo y sigue pidiendo café con leche y hablando conmigo de literatura, y ahora también de música, de cine, de muchas cosas. Desde entonces yo siempre le pongo con el café un par de bombones, para que le sepa menos asqueroso. Por las dudas.