martes, 18 de diciembre de 2007

Los nuevos hippies europeos (Artículo periodístico 2)

No son exactamente los hijos de aquellos que pregonaban el poder de las flores oponiendo su resistencia pacífica a la guerra de Vietnam, Sólo tienen de ellos un parecido aspecto físico, la intención de rescatar del olvido algunas formas de la psicodelia y el “pop art”, la propensión al consumo de psicotrópicos y cierta vocación por la suciedad.

Paridos por una Dama de Hierro inseminada artificialmente gracias a la probeta económica neoliberal, ya no protestan contra la guerra, que persiste mudada de sitio, fragmentada en varios focos intermitentes y librada por tropas ultraprofesionales. Ni siquiera la violencia cotidiana parece preocuparles demasiado, acostumbrados a convivir con la paradoja televisiva de la muerte en vivo y en directo.

Protestan contra la sociedad injusta que les ofrece unos pocos puestos de trabajo pesado como operarios, mineros o sirvientes a cambio de sus flamantes diplomas de psicólogo, diseñador o escenógrafo.

Viven en tiendas al estilo indio, montadas sobre terrenos fiscales a cambio de alguna que otra reprimenda. Se proveen de los enseres que las clases acomodadas tiran en su afán de renovación consumista y compran comida en el supermercado vecino con el dinero del subsidio por desempleo.

Sus gurúes, dinosaurios cincuentones, sobrevivientes de los viejos tiempos del “sexo, drogas y rock & roll”, además de superar más o menos airosamente el desenfreno de sus años juveniles, han sabido compensar su falta de capacidad creadora con un admirable sentido comercial.

Así, dictan a sus cachorros las pautas acerca de la ropa que deben llevar, los abalorios adecuados para conjuntar, las sustancias que permiten la fuga momentánea del mundo cruel que nos tocó en suerte y, también, las músicas que serán su emblema: el “house”, el “tecno”, melodías mínimas sustentadas en una caja de ritmos de batir uniforme que, dicen, asemeja los latidos oídos durante la etapa fetal y sumerge en letargo al escucha.

Al otro lado del mundo, casi en otro mundo, los “hombres topo” siguen trabajando sin diploma, como sus padres y abuelos, sin contrato ni Seguridad Social, sin salario. Con la ropa mínima para cubrirse, apenas si salen del socavón de la mina, porque la luz los daña, apenas lo suficiente para aparearse y mantener en funcionamiento la línea de producción de mano de obra barata y sumisa.

No se proveen de lo que otros desechan, porque donde ellos viven nadie descarta nada. Como sus antepasados, fabrican sus propios adornos, recuerdos de un pasado de esplendor, muy antiguo. También tienen su música, sencilla y lamentosa, creada a partir de cañas agujereadas y cajas de ritmos de madera y parches de cuero de oveja, cabra o guanaco por toda tecnología. Carecen de alfabeto y la tele no les llega por más satélites que se pongan en órbita.

No conocen a los nuevos hippies ni a los viejos. Ceros a la izquierda en las estadísticas, no tienen idea de la economía ni de sus leyes. Su dieta de hojas de coca con algún suplemento alimentario les quita luces para entender el por qué de la protesta de los jóvenes primermundistas. Tampoco alcanzan a comprender la causa de que su miseria inmemorial sirva para subvencionar la rebeldía de los que están tan lejos.

Aquí no se habla de mi libro (Artículo periodístico 1)

Hace unos cuarenta años, en un plató de televisión de Buenos Aires, el escritor y pintor asturiano Joaquín Gómez Bas compartía asientos y aburrimiento con otras figuras de la cultura y el espectáculo durante el transcurso de un programa maratónico de más de seis horas en vivo que conducía Pipo Mancera, por entonces el presentador más popular del país.

Como hemos dicho, el programa iba en directo y los participantes eran anunciados repetidamente antes de cada corte comercial. A medida que se los nombraba, una cámara recorría sus rostros adormilados por la espera, testificando su presencia.

Las horas pasaban, el turno no llegaba y Don Joaquín rumiaba su disgusto contemplando el desfile de cantantes mediocres, iletrados ases del balompié, vedettes despechugadas, astrólogos de nombres exóticos y miembros de la “jet set” maruja. De pronto, cuando la furia superó al hastío, y sin decir “agua va”, se levantó de su sillón y se marchó a su casa. Un silencio incómodo subrayó el estupor de sus compañeros de amansadora y del público presente, mientras el ojo implacable de la cámara fagocitaba las excusas temblorosas y quebradizas como flanes que esgrimía el periodista, intentando defender lo indefendible.

El episodio, aunque trascendió y en su momento tuvo cierta repercusión, tardó mucho menos en olvidarse que si su protagonista, en vez de un escritor, hubiera sido algún cantante de moda.

Hace varios años, pero menos, un colega español de Gómez Bas, Don Francisco Umbral, interpretaba ante las cámaras de la televisión hispana y de la presentadora Mercedes Milá un papel similar. En este caso, el novelista eligió la catarsis como medio para manifestar, a voz en cuello y con desenfrenada verborragia, su enojo ante la priorización de la tontería y la frivolidad sobre el trabajo intelectual fructificado en un nuevo libro que, se suponía, el autor debía comentar con los otros panelistas.

De ambos literatos podría decirse que no fueron hábiles en el manejo de las relaciones públicas, o que quisieron dar a su obra y a sí mismos una cuota de publicidad extra. Podrían ser acusados de intempestivos, extemporáneos e incluso de descorteses y ególatras, pero en ningún caso puede negarse la legitimidad de su reclamo de dignidad y respeto.

La televisión, esa vieja zorra, utilizó en ambos casos armas distintas para neutralizar los efectos secundarios del desacato de los hombres de letras. En el primero fue el silencio absoluto y despiadado, la ignorancia total.

En el segundo, al contrario, ofreció el “replay” de la jugada, como en el fútbol, sólo que esta vez en un contexto diferente, colocando repetidamente el “tape” en programas de pifias y equivocaciones, de tropiezos y caídas, con presentadores “serios” impartiendo comicidad y algún comentarista invisible, en “off”. Todo al servicio de un señor de aspecto excéntrico que proclama desgañitándose que “la televisión es una mentira” y que “aquí no se habla de mi libro”.

Con este nuevo marco, la queja subversiva toma la forma del delirio de un habitué de manicomio, del libreto absurdo de un comicastro de varieté o de la pena tragicómica de un borracho de cafetín, invalidándose a sí misma.

Mientras tanto el público, al otro lado de la pantalla, ríe a mandíbula batiente viendo los ojos atónitos de la Milá ante tamaña chaladura y agradece sin dudarlo la sustitución del aburrido debate literario por esa imagen predigerida y funambulesca del autor de un libro incomentado.

Un desfile de extrañas figuras (novela)

Cap. I

BALADA PARA MI MUERTE

Será de madrugada cuando muera, tangamente, precisamente a las seis, como si le robara los versos a Horacio Ferrer para ejecutar el último gesto de mi vida, habida cuenta de que, aunque siempre tuve vocación por la poesía, jamás pude hilvanar un puñado de palabras que rimasen, por lo menos; ni hablar de que además tuvieran sentido o belleza.

Para suicidarse lo mismo da una hora que otra, pero me pareció que respetar la establecida en el poema era una buena forma de restituir la apropiación ilegítima de un talento del que carezco por completo.

Falta un largo rato todavía y queda casi medio litro de ginebra en la botella. Igual que los suicidas de las películas, voy anticipando mi propia eliminación, matando el tiempo que aún me queda, entreteniéndome en repasar que todo esté en perfecto orden: la pistola, las balas, la carta para Marta y los chicos (me da pena arruinarles así las vacaciones, pero peor sería que estuviesen en casa y se encontrasen con el espectáculo repulsivo de mi cadáver ensangrentado, con los sesos desparramados sobre la alfombra), la póliza del seguro de vida, la escritura de la casa y los papeles del coche (todo a nombre de los chicos). El negocio no es problema, pues Marta es su dueña legal y también quien se encarga de llevarlo adelante con eficacia.

Todo está bien. Lo único que rompe apenas la monótona pulcritud de mi escritorio es la media docena de fotos que resumen los últimos veinte años de mi vida. Pocas fotos para tantos años, pero la verdad es que bastan y sobran para contar que no me ha ocurrido casi nada de importante en todo ese tiempo. Apenas mi matrimonio con Marta, el nacimiento de cada uno de los cuatro chicos, la muerte de mi viejo y poco más.

Es que, aunque nadie me lo haya pedido formalmente, yo siempre he intentado hacer aquello que los demás esperan de mí, incluso pagando con creces por los errores cometidos gracias a la inexperiencia en esto de vivir. Es cierto que abandoné los estudios universitarios, sacrificando el título soñado por los viejos, pero los compensé heredando un trabajo que aborrecía y aborrezco. También es verdad que me tuve que casar de apuro (en las fotos de la boda, debajo del vestido blanco de Marta, se puede apreciar una pancita incipiente, bastante impropia de una chica tan delgada) pero no es menos cierto que, pese a no estar muy enamorado de ella, acepté mi responsabilidad, tuvimos tres hijos más y formamos una familia más o menos bien avenida.

Tampoco pretendo decir que he sido un marido modelo, no. Le puse los cuernos varias veces (en realidad, cada vez que pude), unas con prostitutas, otras con empleadas del negocio, otras (menos) con las amantes que descartaba Andrés, un viejo amigote, solterón, adinerado y mujeriego e incluso, y durante varios años, con su mejor amiga, pero siempre volví a ella. Yo nunca hice ademán de irme y ella me echaba de casa, como es lógico, pero yo la perseguía, rogando y suplicando con lágrimas en los ojos que me dejara volver. Ella siempre aceptaba.

Tal vez, si ella se hubiera resistido de veras a conmoverse por mis llantos, si me hubiese mandado definitivamente a la mierda, si no hubiera dejado de tomar la píldora después de cada reconciliación, si en vez de buscarse algún amante ocasional (sólo para devolverme el favor) se hubiera buscado otro hombre que la quisiera bien, que le diera lo que ella necesitaba....

Pero no, tenía que dejarme volver. La muy cretina sabía perfectamente que así me consumía de a poco, que yo jamás me iría por las mías porque la presión me abrumaba, que con cada nuevo embarazo remachaba mi sentencia de muerte en vida. Y también la suya, porque es como el perro del hortelano, que no come ni deja comer.

Nuestras familias (era inevitable) se iban enterando de cada episodio con puntualidad británica. Mi padre, putero viejo, alababa la conducta de su “hijo de tigre” y mi madre, como siempre, como en su propio matrimonio, hacía la vista gorda.

El calzonudo de mi suegro, que alguna vez amenazó con mandar a alguno de sus hijos a romperme la crisma, terminaba capitulando, aconsejado por la bruja de su mujer, una vieja taimada y arpía que se encargaba, tal como lo había hecho su madre con ella, de enseñarle a la nena los métodos infalibles para capturar, retener y torturar a un marido “para toda la vida”.

Los chicos, pobrecitos, casi no se metían. Estaban en lo suyo: los estudios, el trabajo, sus amigos, así que no tenían tiempo para ocuparse de nuestras rencillas. Ahora que lo pienso, tal vez nos encuentren ridículos, pero estoy seguro de que, en el fondo, comprenden perfectamente que si su madre y yo hemos seguido juntos, pese a todo, ha sido por ellos, para que no les ocurriese lo que a la mayoría de hijos de padres separados, que tienen que contemplar el triste espectáculo del desfile de nuevos novios de su madre, o el de su padre persiguiendo a sus compañeras de Facultad, o que tienen que aceptar la convivencia con una tira de hermanastros, hijos de un padre sustituto que siempre será peor que el verdadero, aunque su madre opine lo contrario.

El nivel de ginebra en mi organismo aumenta conforme disminuye el de la botella. Me estoy agarrando un pedo metafísico. Mejor, así le damos algo de trabajo al forense, que va a tener alguna cosa más para anotar en su ficha, aparte del balazo. El hombre, al fin y al cabo, tiene que justificar su sueldo y a mí no me cuesta nada hacerle el favor. Buen samaritano hasta el final.

A las seis menos cuarto suena el teléfono. Contesto automáticamente, convencido de que se trata de algún marmota que marcó un número equivocado (¡y a estas horas!, si hubiera estado durmiendo lo mandaba a que le den por el culo). Del otro lado del auricular me llega la voz del Urso, un viejo compinche que hace tres años desapareció literalmente, sin dejar rastros, sin avisar a su familia o a sus amigos de su paradero, que me habla como si nos hubiéramos visto ayer nomás, citándome para las siete en el bar de siempre para desayunar juntos.

Cuelgo sin comprender si estoy borracho como una cuba o soy víctima de una alucinación. Me pellizco un brazo, me echo un poco de agua en la cara y nada cambia. Parece que estoy sobrio o, por lo menos, consciente de mis actos.

Miro el reloj y son las seis y diez. El imbécil del Urso me hizo pasar la hora del suicidio; la ejecución se suspende para mañana.

Me ducho en cinco minutos, para despejarme, me visto y me voy volando hacia el bar, a encontrarme con mi amigo prófugo, sin detenerme a recoger la pistola y las balas, total no vendrá nadie en todo el día y así ya tengo el arsenal preparado para mañana a las seis. Qué más da un día más o menos en esta vida de mierda.

Entro en el bar tropezándome con una silla vacía, mientras busco con la mirada al mastodonte con cara de indio y cutis renegrido (el solía decir que era descendiente de la tribu puelche y que no era negro, sino “marrón glacé”), pero no lo veo. Parece que no está.

Sólo hay un grupo de estudiantes haciendo tiempo antes de entrar a clases y dos o tres jubilados desayunando según impone la filosofía militar: al pedo, pero temprano. En una de las mesas del fondo hay una morena, grandota y fea como ella sola, que me sonríe con dientes como teclas de piano y me saluda agitando una manopla con dedos que parecen un muestrario de morcillas, cargados de anillos con piedras de colores. Con la otra manaza acomoda el flequillo que remata una larga melena rubia (teñida) que oculta la mitad de su cara. Es el Urso.

Me quiero morir. Sí, ya sé que puedo parecer monotemático, porque hasta hace un rato estaba dispuesto a suicidarme, pero esto es otra cosa . Ya no me importa no morir tangamente, ni que sean más de las seis de la madrugada, ahora quiero que me trague la tierra, desvanecerme en el aire, ser abducido por los extraterrestres o devorado por un tiranosaurio. No sé, cualquier cosa que me haga evitar el espectáculo que tengo ante mis ojos. Es patético, es un salido de mierda, es un reverendo hijo de puta, es un... un... y además se está cagando de risa... si es para matarlo, será cabrón...

Estoy tieso y helado, no me puedo mover, no tengo capacidad de reacción y, para colmo, el muy cretino se levanta, me abraza con toda su fuerza (es un animal) y me estampa un sonoro chupón en la mejilla, como si fuera mi prima.

Veo todo rojo. Con desesperación busco por las mesas un cuchillo para degollarlo allí mismo o cortarme las venas, pero es la hora del café con leche y sobre las mesas solamente hay cucharitas. El Urso, por su parte, me apoya una de las zarpas en el hombro y me invita a sentarme.
Le hago caso para evitar desmayarme y, mientras tanto, trato de reponerme del soponcio con un café doble y una ginebra triple (ya se me ha pasado el efecto de la botella que bebí en casa). El Urso aprovecha que tengo la boca llena para ofrecerme sus disculpas: “tendría que haberte prevenido, me imagino la impresión que te causé, pero ahora soy así y no tengo ningún complejo, ya sé que no es fácil acostumbrarse, pero pensá que para mí fue peor y que, además, si te lo hubiera ocultado también te habría sentado mal, entre nosotros hay confianza, somos amigos desde hace muchos años, ¿no?”

Come como lo que es, una bestia. Mucho sex-appeal, mucho rubio oxigenado y joyas sofisticadas, pero no deja de parecer un camionero. A medida que desaparece el desayuno me va describiendo la historia de sus tres últimos años, y no necesita mucho vocabulario: “estaba podrido”.

Eso era todo, estaba podrido, pero podrido de veras. Podrido del trabajo de mierda, de sus dos ex-mujeres, de sus hijos, de su madre, de su hermana, de su tío vividor, de sus amigos (¿de mí también?, no pregunté), del gobierno, de la inflación, de los diarios, de la tele, del fútbol, del boxeo, de los aerosoles, de la policía, de los milicos, de los curas, de los japoneses tintoreros y de la reputísima madre que los parió a todos.

Un día cualquiera se hartó, agarró un bolso con cuatro trapos dentro y se tomó el olivo sin decir nada a nadie. Empezó a recorrer pueblos sin rumbo fijo, arreglando balanzas y cortadoras de fiambre en pequeños boliches de mala muerte, para no morirse de hambre. A veces, cambiaba el trabajo directamente por comida y un lugar donde ducharse.

Así, dio varias vueltas por el noroeste del país, pasó a Bolivia, volvió, enfiló hacia el este, llegó hasta el Paraguay y de ahí pegó el salto a Brasil. Recaló en San Pablo y se fue quedando sin darse cuenta. Comenzó entonces a frecuentar, por pura curiosidad al principio, los tugurios de ambiente homosexual. Había tantos, y los maricas brasileños eran tan pintorescos y desinhibidos, con sus trajes de colores carnavalescos, sus lentejuelas, sus pestañas postizas.Un día comenzó a darse cuenta de que el asunto le gustaba de veras; no lo podía creer, pero así era.

Luego vino la primera experiencia, la que decidió el rumbo definitivo de su vida (no recuerda el nombre del mulatito, pero jamás pudo olvidar la atmósfera de aquel momento, ni el miedo), y a partir de allí el cambio total: nuevas parejas, nuevos trabajos como bailarina y artista de cabaret, las hormonas para modelar el cuerpo, los inevitables líos con la policía por su nueva condición (la que se armó cuando quiso volver al país cruzando la frontera vestido de percal, con tacones altos y peluca).

Otra ronda de cafés con leche y croissants le dan pie para contarme de las muchas ganas que tenía de verme, de lo mucho que me echaba de menos (“¿te estás declarando?” le digo, ya menos tenso, y él se ríe con toda la boca), de la cara que pusieron su madre y su hermana cuando lo vieron aparecer así, ¿y el tío?, casi le da un infarto, pero por desgracia no le pasó nada, hierba mala nunca muere. Me dice que los chicos no saben nada, tampoco sus “ex”, porque todavía le da un poco de vergüenza presentarse ante ellos. Me habla de San Pablo, me pide que me vaya con él a pasar unos días (“sin compromiso”, dice, “prometo no meterme contigo, somos amigos de años, faltaría más”); dice que San Pablo es peligroso, pero que con él a mi lado no tengo nada que temer. Dice también que está listo para partir mañana mismo, o pasado, o dentro de una semana, que a él (no me acostumbro a llamarlo “ella”) de da igual un día que otro, pero que le gustaría que lo acompañase.

Mañana... mañana estaré muerto, debería decirle, pero me callo. No me animo a contarle nada sobre mis planes frustrados (suspendidos, mejor) por su aparición repentina. En cambio, le sonrío divertido mientras miro sus piernas envueltas en medias finas. Son las mismas piernas torcidas de jugador de fútbol (el Urso llegó a jugar de titular en un equipo de Segunda) de antes, pero depiladas y algo más gordas (los años y la cerveza brasileña, supongo). Descubro que tiene uñas postizas y me parece que también pestañas (¿o será el rimmel?). No tiene sentido del ridículo.

Ya es casi mediodía, y el Urso se tiene que ir a comer con su madre: ”te invitaría, ya sabés que la gorda te quiere mucho, pero me da no sé qué, llevarte así vestido, la pobre todavía no se acostumbra y mi hermana tampoco, hay que darles un tiempo, ya se les pasará, tal vez la próxima vez que venga podamos juntar a los muchachos y hacer un asadito, ¿no?”

Sí, claro (digo). Y vos bailás la danza de los siete velos sobre la mesa (pienso). Me da otro beso en la mejilla y se va, lo más campante sobre sus tacones de aguja. Camina con bastante gracia a pesar de su cuerpo de mastodonte.

De pronto recuerdo que he pasado toda la noche en vela, que he bebido muchísimo y me doy cuenta de que los ojos se me cierran solos. Me meto en un taxi y me voy directo a casa, a dormir la mona.

Duermo como un tronco. Sueño con Marta, con los chicos, con el Urso varias veces; en un sueño es mi madre, en otro mi esposa, en otro mi hermano, y así.

El despertador suena a las cinco; tengo una cita dentro de una hora, no la he olvidado. Manoteo en el vacío hasta que consigo apagarlo y sigo durmiendo; la impuntualidad es mi peor defecto y mi afición a Morfeo el segundo.

Cuando abro los ojos (dos ranuras, como si fuera japonés) son las once y, claro, debo posponer mi suicidio una vez más. Ahora me enfrento al dilema de decidir en qué podría gastar las diecinueve horas que me quedan de vida. Algo se me ocurrirá.

Desayuno como si fuera la última vez y luego me pongo a dar vueltas por la casa; reviso los cajones, abro los armarios, sobre todo aquellos que hace mucho tiempo que no toco. No busco nada, pero encuentro un montón de cosas, la mayoría inservibles, que había olvidado y quedaron archivadas en rincones oscuros: Cartas viejas, corbatas, relojes oxidados, un picaporte (¿?), recibos de sueldo de cuando trabajaba en el Banco (ocho meses, cuando tenía veinte años, antes de casarme). También hay cosas de Marta, ropa interior, vestidos, frascos de perfume semivacíos, lápices de labios, dos pelucas, hebillas para sujetar el pelo, maquillajes varios, limas de uñas, zapatos. Cuántas porquerías guardan las mujeres y cuánta pasta gastan en ellas.

Me siento como un crío revisando los cajones de los padres. Una de las pelucas de Marta es negra y lacia (ella tiene el pelo rubio ceniza y rizado). Me la pongo y voy a mirarme en el espejo de la cómoda. Parezco un rockero de los “heavy metal” esos, un dinosaurio, que le dicen, uno de Led Zeppelin o Deep Purple.

Esto me divierte. Me desnudo por completo y me meto como puedo en uno de los conjuntos de ropa interior de encaje negro. Marta es un poco más pequeña que yo, así que me aprieta bastante, sobre todo “ahí”. Voy a verme en el espejo grande del ropero; estoy completamente ridículo. Muerto de risa, me agrego un liguero, también de encaje negro, y unas medias a juego con un agujero en el talón.

Estoy patético, pero ahora debo pintarme. Es más difícil de lo que suponía y así me paso más de una hora, metiéndome el lápiz delineador en los ojos, manchándome los dientes con el pintalabios, corrigiendo los manchones de maquillaje en la papada y pintándome un falso lunar en la mejilla derecha. Qué complicado es ser fémina.

Es una valija encontré un vestido de gasa de color champán que me va bastante bien. El forro, de raso, es bastante opaco, de modo que no se transparentan los calzones negros. Los pelos del pecho me asoman un poco por el escote, pero no importa, igual me queda bien. Marta debía estar un poco gordita cuando se lo compró.

Un collar, eso me falta, y unos pendientes. En la cómoda hay un conjunto de perlas falsas, regalo de un cumpleaños o un aniversario, no me acuerdo bien, que combina con el vestido. ¡Un bolso!, me olvidaba, creo haber visto uno pequeñito, de tela. Sí, ahí está. Le meto dentro mi tarjeta de crédito, el poco dinero que tengo, las llaves de casa y los documentos y vuelvo hasta el espejo.

Estoy deslumbrante, parezco una “top model”. Premio al mejor disfraz en el Carnaval de Río de Janeiro. Maravilloso, sí, pero descalzo.

Primer problema insoluble: calzo el cuarenta y tres y Marta el treinta y siete, de manera que ninguno de sus zapatos me sirve. Debo aguzar el ingenio. Lo único que encuentro son mis propias chanclas de baño, que son de toalla.

Son casi las tres de la tarde y el Urso, si no ha cambiado demasiado sus antiguas costumbres, debe estar durmiendo la siesta, así que me propongo arruinársela.

El portero del edificio me mira atónito (me reconoce pero no me saluda), igual que los demás pasajeros del ómnibus. Sentado en el segundo asiento, con las manos recogidas sobre el regazo para sostener el pequeño bolsito de tela, recuerdo que no retiré la carta de mi escritorio ni guardé la pistola y las balas. No importa, la carta va a servir igual. Un anillito en el anular sí que me haría falta.

Unos obreros de la telefónica están cavando una fosa en la calle del Urso; me miran y me silban, me gritan groserías. Me siguen con la vista y yo les meneo un poquito las caderas. Uno de ellos se ríe y otro me insulta y recuerda a casi toda mi familia.

Yo ni les hago caso. No me olvido de que voy en chancletas, de que tengo las piernas peludas (podría haberme depilado, ahora que lo pienso), ni de que tengo un agujero en la media.

Llego por fin a la casa del Urso y tengo que tocar varias veces el timbre para despertarlo. Cuando veo asomarse por la puerta a sus dientes de teclado me olvido de mis planes de morir tangamente, de Marta, de los chicos, del negocio, de la pistola, de la ginebra, de la carta, de la cita de las seis (es demasiado temprano) y de todo lo demás.

Moriré sin duda, tal vez tangamente, pero será otro día.
1º premio concurso internacional de novela "Voces del Chamamé", Oviedo, Asturias (2005) Publicada por Editorial Nostrum, Madrid (2006)

viernes, 14 de diciembre de 2007

LA INEXISTENCIA DE TURDERA

Jamás he sido buen lector ni me han preocupado especialmente los problemas filosóficos. Nunca he podido vanagloriarme, como la mayoría de argentinos, de conocer la obra de Borges o Cortázar. Del primero sabía algunas cosas, dado su “status” de figura mediática, mayormente por lo que publicaban los diarios y revistas y por alguna que otra entrevista radial o televisiva. Del segundo, casi nada, apenas que había nacido o vivido en Bélgica o Francia y que era medio comunista.

Después de varios años de vivir en España, por fin me había llegado la hora de volver a Buenos Aires, tal vez definitivamente. Lo cierto es que me esperaba un viaje de muchas horas y en esos casos, cuando uno quiere hacer pasar el tiempo más deprisa y adormecer la incertidumbre, la lectura es un buen método de relax, de modo que me dispuse a devorar cuanta página escrita apareciera delante de mis ojos, sin importar el tema del que se tratase.
Mientras hojeaba, ya en el avión, un ejemplar del diario “El País”, tropecé con un artículo sobre Borges de un catedrático de la Complutense, Carlos Rodríguez Braun, en el que se hablaba, entre otras cosas, de un libro escrito por Grillo della Paolera, amigo del escritor ciego, que refería los sitios, circunstancias y personajes de Borges (algunos de ellos imaginarios) a sitios, circunstancias y personajes reales.

De aquel artículo me hizo mucha gracia la mención de una profesora que sostenía la invención, por parte de Borges, de la estación de Turdera. Gracias a él pude paliar durante un buen rato el aburrimiento del viaje transoceánico recordando mis visitas de adolescencia a aquel barrio de casonas bajas, con árboles y jardines enormes, con calles poco transitadas y con nombres de santos en donde el tiempo parecía ir más lentamente que en otros sitios, los viajes interminables en el Expreso Cañuelas, bajar en la parada de la barrera, antes de la curva, la calle San Luis, la casa de Guillermo....

Por lo que sabía, Guillermo ya no vivía en Turdera. Se había casado y había comprado una casa en Banfield, más cerca de la Capital, del trabajo, del bullicio, pero seguramente le haría mucha gracia la absurda teoría de la docente. Decidido a encontrarme con él para releer juntos el artículo, rasgué a mano la mitad de la página, la doblé en varias partes y me la guardé en un bolsillo del chaleco para olvidarme de todo durante algunos días.

La euforia por el regreso después de varios años de ausencia, el reencuentro con familiares y amigos unidos a los correspondientes festejos, la necesidad de empaparme de la realidad local (mi nueva realidad) me mantuvieron entretenido, sin poder percatarme de que ocurriera algo extraño, aunque a decir verdad, sí que hubo un hecho que llamó un poco mi atención. Paseando por Florida, al llegar a Plaza San Martín, noté que ya no estaba la Galería del Este y que en su lugar había otra sucursal bancaria. Me habían dicho que muchos de los lugares emblemáticos de Buenos Aires habían sido incluso derribados (otra forma argentina de “desaparecer”) y reemplazados por Bancos o Compañías Financieras, así que supuse que este sería un caso más y no pregunté nada.

Un día, como suele ocurrir con frecuencia, buscaba yo algo que ya no recuerdo en los bolsillos de mis ropas y, sin quererlo, fui a dar con el recorte de periódico que había guardado el día de mi regreso. Eso me refrescó la memoria sobre el propósito que tenía de ponerme en contacto con Guillermo, pero por más intentos que hice me fue imposible localizarlo. No tenía idea de su nueva dirección, su teléfono no figuraba en la guía y no podía recordar el apellido de su esposa, ya que pudiera ser que estuviera a nombre de ella. Entonces caí en la cuenta de que no teníamos amigos comunes y sus padres (ignoro si viven aún, pero serán ya muy mayores) se habían mudado a Mar del Plata a poco de jubilarse y también les había perdido el rastro. Para peor, era hijo único y no tenía más familia, al menos que yo supiera.

Decidí entonces ir hasta Turdera, presentarme en la vieja casona de la calle San Luis y preguntar a sus moradores por él y también, ¿por qué no?, a algún vecino antiguo. Tal vez allí podrían darme alguna seña sobre su paradero actual; seguramente algún amigo de la infancia habría mantenido el contacto, o alguien supiera la dirección o el teléfono de sus padres; cualquier dato, por irrelevante que pareciese, podría servir para tirar del hilo y deshacer el ovillo.

Como es natural, tenía miedo. Podría ser que mi amigo fuese ahora una persona desagradable, o que le importase lo más mínimo volverme a ver, o bien que ya no tuviésemos nada en común excepto el pasado, e incluso, siendo muy pesimistas, podría darse el caso de que hubiera muerto. Esta incertidumbre me provocó un nudo en el estómago que me acompañó durante todo el trayecto y que hizo que prácticamente me zambullera en el tren vía Ezeiza que tomé en Constitución sin mirar la lista de estaciones en las que hacía sus paradas. Tampoco me preocupé porque, desde siempre, estos trenes paraban en todas, así que para distraerme y aflojar la tensión me dediqué a comparar el convoy con los que había antes de marcharme y con los que estaba acostumbrado a utilizar en Europa. Los primeros existían todavía, hacían la vía Quilmes-La Plata y estaban tan destartalados como siempre (o más, porque los años pasan y el mantenimiento que tienen es mínimo), así que los que circulaban por el otro ramal para permitirme recuperar la adolescencia eran, comparativamente, mejores, más nuevos y veloces, con puertas que abren y cierran automáticamente. Sin embargo, en la misma comparación perdían por goleada frente a los trenes europeos: veloces, puntuales, con aire acondicionado y calefacción, con música funcional y, aunque no necesariamente más nuevos, sí más limpios y bien mantenidos.

Supuse que me habría dormido por unos instantes, porque recordaba haber pasado por Temperley, pero de pronto paramos en Luis Guillón, o sea que me había pasado de mi estación de destino. Molesto conmigo mismo por la distracción, cambié de andén y tomé el primer tren en sentido contrario, en donde, ya completamente despierto y atento, pude comprobar que no paraba hasta Temperley. La estación de Turdera no estaba.

Completamente atónito seguí en el tren un par de estaciones más, bajé en Banfield y volví a cambiar de andén para desandar una vez más lo andado. Esta vez decidí bajar en Temperley y hacer a pie lo que faltaba hasta Turdera, así que enfilé hacia la avenida Hipólito Yrigoyen, torcí hacia la izquierda y anduve recto esperando encontrar la barrera primero y la curva después, donde nace la avenida Antártida Argentina. Nada.

No estaba la barrera ni existía el paso a nivel, no había ninguna curva y la avenida Yrigoyen seguía su curso ininterrumpido hacia el sudoeste del Gran Buenos Aires. Ni rastro de Turdera; ni siquiera la gente del barrio sabía decirme nada del viejo pueblo. “Por acá no es”, decían todos. Como si se lo hubiera tragado la tierra, como si jamás hubiera existido, como si los extraterrestres se lo hubieran llevado completo, con su gente, sus casas, sus accidentes geográficos, sus negocios, su estación de trenes. Presa del desconcierto, volví sobre mis pasos y quise tomar el autobús 51, el antiguo Expreso Cañuelas, para ir de vuelta a Constitución. Tampoco él daba señales de vida. La gente me aconsejaba tomar el 79 o el 160 y no parecían enterarse de que alguna vez hubiera habido una línea de ómnibus con el número 51 y mucho menos con el nombre de Expreso Cañuelas.

Podría decirse que permanecí sumido en una especie de estado catatónico durante quince días, durante los cuales no hice absolutamente nada excepto comer, dormir y releer una y otra vez el recorte de periódico con la abstrusa –al menos hasta entonces para mí- teoría de la profesora. ¿Existiría la mínima posibilidad de que todas aquellas cosas que iban, en apariencia, “desapareciendo” no fuesen otra cosa que meras invenciones? ¿Podría la literatura crear ilusiones colectivas, aun en personas que en su vida leyeron un libro?

Cuando decidí que era hora de hacer algo al respecto fui a dar una vuelta por Constitución, en donde pude constatar la falta de la calle Garay y el correspondiente caos de tráfico que ello causaba, ya que los coches y autobuses que venían del lado del río debían dar una vuelta enorme y confluir con los que venían del otro lado por la calle Brasil.

Pensé que sería una buena idea consultar diversas hemerotecas para ver si encontraba algún detalle revelador, alguna mención al pasar, cualquier cosa que pudiera sacarme del atasco en el que me encontraba. Sin embargo, la tarea no era nada sencilla; no sabía dónde ni cómo buscar, consultaba diarios y revistas al voleo, sin orden ni concierto, leyendo desde los artículos con grandes titulares (“Gardel ha muerto”, “Perón huye en una cañonera”, “Racing campeón”) hasta los obituarios, escogidos al azar ( “Febrero de 1929-Beatriz Viterbo-Q.E.P.D.. Su doliente esposo: Roberto Alessandri, su primo: Carlos Argentino Daneri, su amiga: Delia San Marco Porcel y el Sr. Villegas Haedo participan de su fallecimiento e invitan al sepelio de sus restos”) Tampoco aquí obtuve resultados.

Una tarde, antes de que Constitución entera desapareciese, enfilé mis pasos nuevamente por el camino del Sur, hacia donde antes (¿hubo un antes?) estaba Turdera. Al llegar al sitio en donde se encontraba la curva dejé la avenida Yrigoyen y giré hacia la derecha, como quien va para Luis Guillón. Allí el paisaje era distinto y más diferente se hacía a medida que me internaba en él. Casas bajas, algunas de madera y chapas, calles de tierra apenas iluminadas con bombillas, carros tirados por caballos, veredas de ladrillo y zanjas con agua estancada en las que –estaba anocheciendo- croaban las ranas y empezaban a hacerse oír los grillos. La noche aterrizó suavemente, ahíta de humedad, y la sensación de bochorno y pringosidad se adueñó de todo.

El ambiente era tranquilo, tal vez porque casi no había gente por la calle. Supuse que la mayoría estaría tomando el escaso fresco que producían las copas de los enormes árboles que podían advertirse en los patios de aquellas casas pueblerinas, o que tal vez estuvieran reunidos a las mesas, disponiéndose a cenar. Los aromas de las magnolias, jazmines y damas de noche aumentaban la sensación de agobio, creando una atmósfera como de cementerio.

De repente, en una calle lateral, a unos veinte o treinta metros de la esquina, pude ver a una mujer que gritaba y a dos hombres que la golpeaban sin piedad junto a un carro al que habían uncido a un percherón mostrenco. Los dos sujetos, hermanos con seguridad, ya que tenían similar aspecto físico –rubios, de ojos azules, altos y fornidos, parecían suecos o algo así- se pasaban a la pobre infeliz de mano en mano a fuerza de bofetadas y puñetazos insultándola en el peor de los lenguajes posible. Ella sólo aullaba como un animal, ni siquiera pedía auxilio.

En las casas nadie parecía darse por enterado y entonces yo, que nunca me destaqué por mi valentía y mi arrojo, me lancé hacia los dos hombres, interponiéndome entre ambos y la infortunada mujer, tratando de impedir el castigo a que la sometían esos dos brutos. Luego, no sé muy bien cómo explicar lo que pasó: de repente, los dos sujetos venían hacia mí con sendos cuchillos en las manos. Hice un par de movimientos elusivos de manera instintiva; creo también que conseguí empujar a uno de ellos contra el otro y allí se produjo el instante fatal, el punto de quiebre.

Es increíble cómo en apenas un segundo puede alterarse el destino de una persona. Allí estaba yo, en un barrio desconocido, con las manos cubiertas de sangre, de pie frente a dos cadáveres abiertos en canal por sus propios facones y a una mujer que no paraba de chillar. También, ahora sí, estaban los vecinos, que llegaban en oleadas atraídos, como los tiburones, por el olor de la sangre. Y la policía, que no sé de dónde salió ni cómo pudo llegar tan pronto.

Un oficial preguntaba sin cesar si había algún testigo entre los parroquianos, pero nadie contestaba. Algunos, tal vez temerosos de verse involucrados con la ley, regresaban a sus casas con las cabezas gachas, como tratando de pasar inadvertidos. A mí nadie me preguntó nada y yo estaba más o menos tranquilo, era un caso clavado de defensa propia y no sólo eso, también había intentado proteger a aquella pobre mujer, que continuaba llorando a moco tendido.

El golpe de gracia llegó con la precisión de un cirujano y la fuerza de un elefante. Fueron apenas cinco palabras cortas, monosílabos casi todas, las que la mujer susurró entre hipos de llanto contenido: “él fue, él los mató”, dijo señalándome con un dedo tembleque y con una mirada llena de odio contenido. No atiné a decir nada en mi favor, ni cuando me ponían las esposas ni mientras me trasladaban hacia la cárcel de Caseros. Por cierto, entramos a la Capital por Puente Alsina porque, según pude saber por uno de mis custodios, Constitución no existía.

Mi sensación de extrañeza frente a todo lo que me estaba ocurriendo era tan enorme que me parecía estar viendo una película de esas medio surrealistas que tan de moda estaban en los años setenta. El protagonista era un tipo igual a mí, pero yo era un espectador que miraba el espectáculo desde una confortable butaca en una sala con aire acondicionado, mascando distraídamente palomitas de maíz.

Ni siquiera me preocupaba la compañía que pudiera tocarme en el encierro: asesinos, violadores, psicópatas, cualquiera de ellos –o varios a la vez- podrían ser mis compañeros de celda y mi integridad física correría serio peligro. Sin embargo, tuve suerte. Me tocó compartir calabozo con un anciano de lo más inofensivo que llevaba tanto tiempo enjaulado que ni él mismo podía recordar la fecha de su llegada. Era un hombre casi ciego, muy parco, al que no le gustaba hablar y mucho menos si el tema de conversación era él mismo. Los compañeros de prisión decían de él que era muy inteligente y que le gustaba solucionar problemas de lógica; se comentaba incluso que había resuelto un par de crímenes difíciles con sólo escuchar la exposición de los hechos, pero yo no lo creí.

Las prisiones y los aviones se parecen en que en ambos estás encerrado y no puedes salir cuando te da la gana; además, son pocas las maneras de matar el tiempo. Casi se diría que lo único que puede hacerse es leer o conversar, de modo que, mientras esperaba que el juez terminase con la instrucción de mi causa, le fui contando a Don Isidro –que así se llamaba mi compañero de celda- las circunstancias del caso con lujo de detalles desde que subí al avión que me trajo de regreso a Buenos Aires, incluyendo el artículo, el episodio de Turdera, las demás desapariciones, la muerte de los hermanos (seguro que eran hermanos), la acusación de la mujer, en fin, todo.

Durante cuatro días Don Isidro no pronunció palabra y yo esperé vanamente una respuesta. Al quinto día, mientras nos higienizábamos en el baño de la cárcel, el anciano se me acercó y con su parquedad habitual me dijo en un susurro: “Ya sé lo que pasa. ¿Cómo no me di cuenta antes?. Ese tal Borges no existe, es pura imaginación. Lo hemos inventado nosotros, como a Dios”.


1º Premio Concurso Literario "Gran Café de Cáceres" Cáceres, Extremadura (2004)

LA ÚLTIMA CURDA

Fragmentos de un diario de realización improbable y fechaje incierto que incluye: devaneos variados, juegos infantiles, relaciones amorosas, rasgos de humanidad y una metáfora culinaria, ligeramente repugnante, a modo de colofón.

Hace ya tiempo:

“Hoy ha sido un gran día para mí: encontré una vivienda desocupada y reúne todos los requisitos; es amplia, cómoda, llena de recovecos, sombreada y - sobre todo, lo más importante- es absolutamente húmeda. Es cierto que detrás de los zócalos hay un nido de cucarachas, pero creo que no vamos a molestarnos mutuamente, así que con seguridad nos llevaremos bien. Por lo demás, tengo acceso directo al jardín, el recorrido es corto y no requiere gran esfuerzo. ¡Estupendo!, creo que voy a vivir bastante tiempo aquí”.

Días después:

“Tal como suponía, mis vecinas, las cucarachas, no son nada belicosas, aunque tampoco puede decirse que sean amigables. Por lo menos mantienen la distancia y el respeto que requiere la convivencia entre vecinos y, pese a su número, son silenciosas. He descubierto algunas arañas, pero están en el techo, que es muy alto, y nunca bajan. Mejor así”.

Una semana más tarde:

“Intuyo problemas. Hay un nuevo inquilino en la casa, es un hombre joven y, al parecer, soltero. Esta mañana lo vi fregando el suelo del baño; parecía contento, porque tarareaba un rock & roll y rasqueteaba con entusiasmo. No me vió, porque lo espié todo el tiempo escondida en la cisterna, por una hendidura entre dos azulejos; las cucarachas tembién lo espiaban tras el zócalo y creo que él tampoco se percató de su presencia. Extremaré precauciones”.

Sábado siguiente:

“He suprimido mis excursiones diurnas por la casa. Sólo salgo bien entrada la noche para evitar al nuevo, pero hoy casi me pesca. Al parecer, se fue de juerga y volvió, en curda, más tarde de lo habitual. Menos mal que no tenía muchas ganas de ir al baño, porque se detuvo en la cocina para tomar un vaso de vino (otro), lo que me dio tiempo para esconderme detrás del inodoro antes de que encendiese la luz. Me parece que descubió alguna cucaracha porque le oí arrojar un zapato contra la pared y putear. Por fin, entró en el baño, meó y salió. Yo volví a mi refugio de la cisterna. Salvada por un pelo”.

Domingo:

“Confirmado: descubrió a las cucarachas, porque esta mañana roció con insecticida los zócalos de toda la casa y también los marcos de puertas y ventanas. Es una masacre. Algunas de mis vecinas salen atontadas a morir en mitad del suelo; otras se revuelven patas arriba en una larga agonía; las menos afectadas huyen despavoridas buscando un nevo escondite. El nuevo ha ganado la batalla, pero no sabe que la guerra continúa. Hay un montón de huevos que reventarán de un momento a otro y las nuevas pondrán más huevos y crearán defensas contra el insecticida que se transformará en limonada y el nuevo se morirá de viejo y habrá tenido un solo hijo o, como mucho, dos, y las vecinas se habrán multiplicado geométricamente y el idiota sonríe porque cree que con su bendito aerosol ha terminado con la plaga. Será imbécil. Estuvo más de media hora sentado en el inodoro, controlando la posible aparición de más insectos, pero no pasó nada; cuando se aburrió de esperar, se limpió el culo y se fue. Tiene las piernas largas y peludas, y calzoncillos celestes”.

Miércoles o jueves:

“Ha descubierto mi rastro surcando el espejo, pero me parece que no sabe bien qué es. Como sea, revisó todo el baño de arriba abajo y de paso se cargó unas cuantas telarañas con sus respectivos inquilinos. Está intrigado”.

Viernes:

“El nuevo sigue roído por la incertidumbre. Ha vuelto a ver mi rastro, esta vez sobre las baldosas, pero como dí muchas vueltas las huellas se cruzan varias veces e, invariablemente, se pierde al intentar seguirlas. Para mañana le prepararé otro laberinto, más complicado todavía”.

Martes o miércoles siguiente:

“Se acabó la diversión. Me descuidé y me pescó con las manos en la masa –si es que se puede decir esto de mí-, entretenida en trazar un complicado dibujo de babas sobre el espejo del botiquín, muy lejos de mi húmedo reugio de la cisterna, recibiendo de lleno la luz de los focos que el nuevo acababa de encender, como un artista en el escenario. El terror me paralizó y mi cuerpo gelatinoso se transformó en piedra. Creí que me moriría, es decir, que él me mataría pero, en cambio, se acercó al espejo sonriendo con la alegría de haber resuelto el enigma.

- Well –dijo- ¿wht are you doing here, little…?, ¡hey!, ¿what’s your name?, I’m Peter.”

“Dijo que estaba muy contento de poder verme al fin, me tocó apenas los cuernos y dijo que era inglés y que me llamaría Babsie, ya que ese nombre de su tierra sonaba parecido a “babosa”, es decir, a lo que soy. Comenzó a afeitarse mientras tarareaba el “Va pensiero” –sin orquesta, claro- y yo me fui retirando hacia el inodoro con mayor lentitud que la normal, tratando de pasar inadvertida. Peter terminó con sus preparativos matinales, saludó –bye, bye, Babsie- y se fue a trabajar”.

Un mes después:

“Nos hemos vuelto a ver varias veces. También han aparecido nuevas cucarachas –los huevos, se sabe- pero a Peter parecen no interesarle; tal vez no las haya visto. Es un tipo afable, cada vez que entra al baño me habla, aunque no pueda verme Él sabe que estoy allí (salvo una vez que yo había salido al jardín a comer y cuando volví me lo encontré hablándole a la pared) Me contó que trabaja para una compañía de seguros y que estaban por darle un ascenso. También tiene una novia, Margarita, compañera de oficina, con la que piensa casarse y tener hijos (dos, o tres), y tiene dos sobrinosd en Inglaterra, Patrick y Rebecca, pero todo el mundo los conoce por Pat y Becky, hijos de su hermana Oona, que se llama como la mujer de Chaplin, un actor famoso que fue Sir, pero antes tuvo problemas por ser judío o comunista, o las dos cosas a la vez en Estados Unidos, y que vivió en Suiza y murió en alguna parte y tuvo muchas hijas, o dos, o una, o Oona, como la hermana de Peter. Vidas de cine, decía él, no como la suya, de casa al trabajo y un rato café con amigos, un rato Margarita con amigos pero mejor a solas, un rato comer, un rato monólogo con Babsie, un rato dormir. Mañana será otro día, otro rato. Rato trabajo, rato café, rato Margarita, and so on, and so on, and so on. También está el coche, hay un rato coche. Lo quiere como a un hijo, lo mima, lo cuida, lo adora, lo lava, lo peina, lo perfuma, lo plancha, lo aferra, lo siente. Como a Margarita, pero distinto. Beautiful Margarita, wonderful car.”

Otro mes más tarde:

“La vida sigue más o menos igual. Las cucarachas (antes huevos) son tan indiferentes como sus ancestros. Tenemos territorios diferentes, ellas por abajo y yo por las paredes. En el techo las arañas, que han vuelto a tejer (¿también serán antes huevos?) Durante este tiempo Peter ha continuado con sus confidencias hacia mí, como si fuera una vieja amiga suya, o su madre. Me aburre un poco con sus ridículos ratos Margarita y todos los demás (si son todos así, los problemas de los humanos parecen bastante absurdos), pero al menos no molesta y puedo cruzar el baño cuando me da la gana e irme a comer al jardín, y en la cisterna tengo toda la humedad del mundo y ya encontraré con quién aparearme, no tengo prisa y… Ahí viene Peter, gritando mi nombre. Me asomo a ver. Está raro, parece borracho, tiene la cara enrojecida y le cuesta coordinar el habla. Sí, sí, está borracho como una cuba. Camino por los azulejos para verlo mejor. Está en el inodoro, cagando con estrépito (el gas de la cerveza, seguro) mientras vomita en el bidé. También parece que llora y se suena los mocos con papel higiénico. ¡Qué maravilla, cuántas cosas a la vez pueden hacer los humanos! Insulta y maldice a todo el mundo, hasta el coche ha dejado de ser wonderful. Creo entender que no hay ascenso y, para colmo de males, beautiful Margarita is leaving with his boss, la muy bitch. O sea que cornudo y postergado, quién sabe hasta cuando postergado, pero cornudo forever. Puede haber un rato postegado, pero no hay un rato cornudo. Cornudo por siempre jamás y a manos (es un eufemismo) de su propio jefe. Ahora se ha ido a la cocina (con el culo sucio), lo oigo rebuscar en los armarios, hipando. Tal vez haya decidido emprender una nueva cruzada contra las cucarachas (antes huevos que han puesto más huevos). Tiene la mirada roja de furia, de ira contenida, de ganas de ver una muerte lenta. Un rato muerte, pero un rato largo, para regodearse en la venganza, en el sufrimiento, en la agonía (la agonía y el éxtasis, dice con sabor a vómito) No trae insecticida, pero es tarde para huir y me hallo demasiado lejos de la guarida. Peter trae un salero. Un par de sacudidas de muñeca (breves). Un rato de lluvia blanca sobre mí (raindrops keep fallin’ on my head, canta el nuevo) Un buen rato de babas espumosas. Un rato de deshidratación (cuánta sed) Un rato de cagarme en la puta que los parió a Margarita, al boss, a Pat & Becky, a Chaplin, a Oona, a la reputísima madre de Peter y a su fuckin’ sister. Un rato de chicharrón friéndose en su jugo. Un rato (dentro de un rato) de festín inesperado para las cucarachas que antes fueron huevos y pusieron más huevos. Hace un buen rato que las arañas nos observan desde arriba, como ángeles estrangulados en el techo, bailando su último tango, mientras Peter duerme la mona de su última curda sentado en el bidé.”


Accésit en Concurso Literario "Villa de Lodosa", Lodosa, Navarra (2003)