lunes, 20 de abril de 2009

VETE A LA MIERDA (Cuento 3)

Así, seco, contundente, helado. La luz de la pantalla del teléfono móvil brilla todavía para enmarcar tu último mensaje del día, robando la poca luz que han dejado unas nubes llorosas en este día de acero, o de plomo, o de titanio, o de cualquier otro material gris y frío.
Llueve.
Como otras veces, tampoco ahora voy a responderte para no seguir con la cadena de hostilidades. Esperaré, como siempre, con el corazón en la boca, a que pase el nuevo chaparrón, con la eterna pregunta a flor de labios: ¿volverás?
Las respuestas a mis anteriores mensajes de hoy, lapidarias, mortíferas, no dan lugar al optimismo, al menos por ahora. Tal vez mañana, o quizá pasado. ¿Por qué la Academia no quitará de una vez del diccionario la palabra “nunca”? La espera, así, sería más sencilla, con la certeza inamovible del regreso.
Claro que duelen los lanzazos. Esa especie de Mr. Hyde que te domina a veces, sabe perfectamente cuáles son los puntos débiles donde golpear para hacer daño y las palabras, entonces, parecen ráfagas de ametralladora en una guerra extraña, genocida como todas las guerras, pero sin enemigo real.
Y luego la impotencia. El saber y no poder creer que no hay palabra mágica posible para romper el maleficio. Que no valen, como en los cuentos, ni los besos, ni las caricias, ni los abrazos. Que solamente cabe sentarse en un rincón a esperar que se produzca el milagro de la resurrección y vuelvas a estar en mis brazos, reconociendo mis besos, sonriendo como sólo tú sabes hacerlo.
La impotencia corroe como un ácido. Come lentamente y uno se cree morir sin remedio y se maldice a sí mismo por no haber sabido, o podido, hacer nada para impedir la nueva crisis.
La soledad también corrompe. Porque los demás no entienden qué te ocurre y saben que estás mal, pero no comprenden nada y, poco a poco, se van alejando de ti, porque a ellos también les duelen los lanzazos, pero no saben que no eres tú quien los dispara. Que es ese Mr. Hyde que te domina a veces, completamente desconocido para ellos, el que la toma con las personas a las que más quieres y dispara sin piedad el dardo envenenado. Por eso se alejan, porque a nadie le gusta que lo hieran y, entonces, se retraen poco a poco, se encierran en sus cosas y se van olvidando de la persona que eres en verdad.
La ignorancia. Incluso a mí me ha afectado, a pesar de jugar con cierta ventaja gracias a los cinco años de Psicología cursados hace ya más de treinta. Horas de búsqueda afanosa y reciclaje intelectual para conocer los síntomas del cuadro clínico y, aún así, quedarme con la sensación de que, por mucho que sepa, no me alcanzará para ayudarte a avanzar, para que no vuelvas a caer.
La confianza. A veces hay buena respuesta a la medicación y, entonces, eres tú durante un tiempo largo y uno se confía, y cree que el paraíso es eterno. Se olvida de las posibles recaídas y acaba cayendo en la trampa de Mr. Hyde de la manera más tonta que uno se pudiera imaginar. Entrando al trapo en una discusión por alguna reivindicación intrascendente, contradiciendo alguna afirmación sin importancia, ¿quién sabe? Para cuando queremos darnos cuenta, el mal está hecho y el ogro venenoso campa a sus anchas hasta que decida, tal vez por cansancio, dejarte en paz una vez más, devolverte los colores a la cara, permitirte sueños tranquilos, alisar el ceño, clarificar el pensamiento.
La duda. Desesperante duda. Cientos de preguntas sin respuesta, con la absoluta seguridad de que no hay, ni habrá, certezas. Ni siquiera vale para mí, que soy ateo, el recurso de la Fe.
“Vete a la mierda”, me ordena el cretino.
Seguramente me ve aquí, tan poca cosa, tan aprendiz de Quijote sin escudero, tan abatido, sentado en un banco del parque bajo la lluvia, tan pollo mojado, tan solo, tan desarmado, que cree que espantarme será un juego de niños.
Pero yo sé quién soy y lo que puedo, y no pienso moverme de mi sitio hasta que vuelvas, tardes lo que tardes, diga lo que diga el monstruo, haga lo que haga.
Te espero.

Relato premiado en el concurso de cuentos relacionados con el trastorno bipolar, Fundación Astra Zeneca, Madrid (2007)

miércoles, 15 de abril de 2009

LA VIAJERA PERDIDA (Cuento 2)

El forense dictaminó suicidio. No se pudo establecer su identidad, así que ahora toca decidir qué se hará con el cuerpo, si inhumarlo como N.N. o cederlo a la universidad para que lo utilicen en sus prácticas los estudiantes de medicina. Si se opta por la primera posibilidad, el olvido definitivo y el anonimato la habrán hecho su presa sin remedio. Si, en cambio, se elige la segunda, la pobre mujer tendrá -si es que en su estado de vida ausente es posible tener algo- una remotísima oportunidad de que alguien rescate una pizca de su historia, aunque sólo sea por mera casualidad.
Tal vez (sólo tal vez, sólo si...) alguien sea capaz de descubrir en el hígado del cadáver hallado en la playa de San Lorenzo el rastro de la borrachera de la última noche, compartida con el músico ambulante que conoció el día anterior en la Rambla de Gijón. Borracho como ella, argentino como ella, perdido como ella, suicida como ella, «,- — pero menos (él prefería matarse poco a poco). Suficientes coincidencias para intentar, sin éxito, elaborar un sucedáneo de amor furtivo, sucio, clandestino, en la soledad nocturna y helada de la playa. Allí se acariciaron, se besaron, se insultaron, se golpearon y sembraron la arena con orina, vómito y orujo para, por fin, marcharse cada uno por su lado.
Quizás (sólo quizás, sólo si....) algún estudiante observador encuentre los restos de las lágrimas atrapadas entre las glándulas secretoras y los ojos inertes, y en ellas pueda ver impresa la decisión de acabar con su vida infeliz desde hace ya mucho tiempo, como un tatuaje gris sobre fondo glauco. Lo supo cuando leyó la biografía de Alfonsina Storni: sería como ella. Lo supo en el tren que la llevaba de Madrid a Gijón, cuando el sol que entraba por la ventanilla reflejaba su cara en el cristal, difuminada, ¿o era el rostro de Alfonsina?. Al menos se parecía a la fotografía impresa en la contraportada de la biografía que descansaba sobre su regazo, acunada por el traqueteo del convoy.
Las dos fisonomías tenían en común la cicatriz de la tragedia presentida atravesando las mejillas como un barbijo; ambas miradas se encontraban en el vacío de los que nada tienen que perder, ni nada por ganar. Ni siquiera había dinero de por medio. Ella se había gastado todos sus ahorros en el billete a España: tenía que conocer Asturias; solamente eso.
Puede que (sólo puede que, sólo si....) alguien localice entre las fibras musculares agarrotadas por el rigor mortis (absurda y macabra forma de recuperar la turgencia de los años juveniles) algún indicio de los golpes. Palizas hubo siempre. A las putas viejas les pegaban nada más bajar del camión policial, por diversión. Cuando era joven y más o menos bonita la golpeaban por rehusar a ceder sus favores al cabo de guardia (negarse al comisario significaba la pena de muerte). Los tipos que la explotaron (fueron varios) también le pegaban, para reforzar su dominio, igual que aquel señor de aspecto fino y elegante, con abrigo de piel de camello y zapatos lustrosos a quien su madre la entregó para que la amansara y le enseñara el "trabajo", antes de cumplir los dieciséis. Su madre también le pegaba, porque sí.
En una de esas (sólo en una de esas, sólo si....) en el caracol del oído haya todavía ecos de sus llantos de la infancia en el conventillo de la calle Pedro de Mendoza, allá en el Nuevo Mundo, en la nueva miseria. Llantos hubo siempre, suyos, por no poder ir a la escuela, por no tener más juguetes que una muñeca de trapo a la que le faltaba un ojo, por tener que fregar suelos ajenos, por el hambre, por los golpes. Su madre también lloraba, derrumbada junto a la botella de ginebra, con la bata entreabierta dejando ver la desnudez que había debajo, aprovechando los intervalos entre las visitas de un señor (siempre distinto, todos iguales) para contarle a ella de su Asturias, de la Virgen de Covadonga, del puente románico, de los osos, de las manzanas, de la sidra saliendo a chorros del tonel en el lagar de la abuela, del miedo al lobo, del padre que no la reconoció y era un minero de Mieres, de las mazorcas en el hórreo, del viaje en barco a través del Atlántico, vomitando doble por las olas y el embarazo, de las escalas en África y Brasil (todo igual: un calor infernal y lleno de negros vestidos de colorines), del arribo a la dársena de Buenos Aires en donde no había nadie esperándola, de la mugre de la primera pensión y la cucaracha en la sopa, del parto a solas en el hospital, de la suerte, de las maldiciones, del odio.
Tal vez, quizás, puede que, en una de esas, ella haya retornado a Asturias para cerrar un círculo vacío. A lo mejor descubrió, tarde, como Alfonsina, que bajo el mar tampoco hay Paraíso y por eso volvió a la playa, como Alfonsina, como todos los que van a suicidarse en un océano de estómago incapaz de digerir la escoria humana y que por eso regurgita los cuerpos de los muertos. A lo mejor todo fue un mal sueño y nada
de esto haya ocurrido realmente. A lo mejor ella fue siempre N.N., con ene de "no name", con ene de "nunca", con ene de "nadie", con ene de "nada". Casi no hay forma de saberlo. Sólo si....

1º premio Concurso literario "Cuentos de mujer", Cangas de Onís, Asturias (2003)

martes, 7 de abril de 2009

Pebeta de mi barrio (Artículo periodístico 4)

Yo te quiero igual. No importa que la misoginia condicione mis gustos tangueros, a partir de vos antepongo un “casi” cada vez que digo que ninguna mina que canta tangos me gusta.
Tampoco importa que te hayas maquillado el nombre, recortando la muzzarella que chorrea del “Lichinchi” original con la tijera de un “Varela” más tanguísticamente correcto, y menos todavía me importa compartirte con algún figurón de la política. Es inevitable y, además, estoy acostumbrado; ya me pasó con Piazzolla y algún conocido “periodista corcho”, con Independiente y algún “ex – presi” (ex – presidente, digo, no ex – presidiario)
¡Lo que son las cosas! Siempre había oído hablar de vos, pero no sabía que cantabas. Para toda mi familia habías sido siempre Adriana, de Avellaneda, la amiga de mi prima Mónica, su compañera de estudios, hasta que una vez te vi. Yo tampoco buscaba a nadie, y te vi.
Claro, eso fue hace un toco de tiempo y, por ese entonces, los tres o cuatro años que nos separan eran un abismo generacional insalvable. No me diste ni cinco de bola.
Era lógico, a tu lado yo era un péndex. Un imberbe, me decía un General, que también me llamó estúpido, me acuerdo, y probablemente tuviera razón, aunque eso no obstó para que, mientras vos charlabas sobre no sé qué con mi prima, yo me dedicase a navegar al garete por el abismo de tus ojos durante los quince o veinte minutos que duró el parloteo con tu amiga. Yo no pintaba nada, pero me importó un comino. Te quise igual.
Pasaron los años, varios, y muchas cosas entre medio. El alma, que debe ser wash & wear, se nos estrujó un montón de veces por distintos motivos y volvió a lucir, impecable y planchadita, otras tantas. La vida, nada más, y tus ojos siempre ahí, en un bolsillo chiquitito del alma, como esas monedas de diez guitas que uno guarda de recuerdo.
Entonces, un día me llamó Judith para decirme: “Poné la tele, el programa de Sofovich “– aclarando, antes de oir el insulto que ya salía de mi boca- “es que va a cantar Adriana Lichinchi, ¿te acordás de la amiga de Mónica?, bueno, ahora se llama Varela y canta tangos, ponela, vas a ver qué bien canta, dale”.
Y te puse.
Y me aguanté un montón de tiempo al “Ruso” para ver tus ojos, nada más, ya te dije que las minas que cantan tango no me gustan. Y, de repente, el alma se me hizo bandoneón y me lloraron las tripas cuando tus ojos tuvieron voz, y tu voz tuvo el perfume del barrio.
No hablo de la peste del Riachuelo, no, me refiero al otro olor, al que está detrás, al que sólo se percibe oliendo fino, como los catadores. Al aroma de los yuyos del terraplén, al de la niebla, al de la caña en los boliches del doque, al del choripán en la cancha. Te quise mucho más.
Luego pasó más tiempo y más vida. Yo seguí navegando al garete y recalé en Barcelona, a diez mil kilómetros de Avellaneda, para escribir tonterías que casi nadie lee y vos, seguro que tampoco. ¡Qué desencuentro!, parece un tango, ¿viste?
Un día cualquiera me metí en una disquería para despuntar el viejo vicio de adolescente, escuchar música sin garpar. Allí, como en los cambalaches, mezclado con los engendros de Julio Iglesias, los de su hijo, los de algún hijo de Palito y los de algún chozno de Leo Dan, encontré un disco del Sexteto Mayor. Invitada: vos.
Me calcé al instante los “orejulares” mientras apretaba los botones como un poseso.
No sé si fue que el día estaba gris, o si fue por la distancia mezclada con saudades. No sé si fue que me agarraron en un día “fulo”, o si fueron tus ojos disfrazados en la voz, pero se me aflojaron las patas, ché. Me quedé calentito y a la espera de sacar al bolsillo del pulmotor a la espera de comprar el C.D.
Pero no me dieron tiempo. Una amiga de un amigo cayó por aquí con un disco tuyo que ofrece veintidós temas, entre ellos una canción sin puñales.
¡Mentira cochina! Son veintidós puñaladas traperas, ¿sabés?, y yo estaba más o menos preparado, pero Tito no. Él no te conocía, porque hace muchos años que falta de allá, pero también sabe de catar olores, porque es de Constitución, el mismo Riachuelo, pero desde la otra orilla, y, aunque nunca vio tus ojos, intuye su hechizo.
A él tampoco le importa nada de nada. Ni el no haberte visto jamás, ni el que vos no sepas que él existe, ni que no leas esto, ni tu apellido, ni compartirte con cualquiera. Ahora él también te quiere, como yo. Casi como yo.
A los dos nos basta con tu voz trayendo la brisa de los paraísos de Sarandí, el gris de los empedrados de Piñeiro, la furia de la sudestada en Quilmes, el calorcito confortable de la ginebra en La Paz, el olor a medialunas del Tren Mixto, el traqueteo del 98 planeando sobre Mitre, el sabor criminal de la pizza con moscato.
¡Qué sé yo, piba! A nosotros nos gustaría cantarte un tango bien debute, pero somos medio perros, ¿sabés? Y bueno, tendrás que conformarte con esta pequeña confesión: “¡Te queremos!”
¡Chau, un beso!
Barcelona, julio de 1998