lunes, 23 de marzo de 2009

Igualdad (Artículo periodístico 3)

Anselmo está a punto de cumplir sesenta años y ha sido siempre lo que podríamos llamar un “hombre modélico”. Sano, jamás fumó, bebió ni se drogó; fue un estudiante y deportista brillante en su juventud. Luego fue buen marido y padre y desarrolló una envidiable carrera profesional, llegando a ser un alto directivo internacional en una multinacional norteamericana, en trato directo con su “Número Uno”, un pez gordísimo de la administración Bush. Una vida perfecta la de Anselmo, diríamos, casi de película.
Sin embargo, el guionista nos dejaba una sorpresa para el “happy end”, que no es tan “happy”, porque Anselmo se muere. Una forma muy agresiva de leucemia es la culpable. Intempestiva, inesperada, inoportuna, injusta, si se quiere, pero incontestable, ahí está, dispuesta a acabar con su vida. A ella le da igual que Anselmo sea rico que pobre, católico que musulmán, comunista que “neo-con”, del Madrid que del Barça, blanco que negro, genial que atontado. Se lo lleva, sea como sea.
Los seres humanos, Anselmo incluído, nos dejamos la vida practicando uno de nuestros pasatiempos favoritos: discriminar a los demás. Nadie se salva de discriminar ni de ser discriminado, porque motivos sobran: por gordo, por judío, por negro, por mujer, por moro, por sudaca, por tontaina, por rojo, por genio, por burro, por hippie, por facha. Todo da igual, el caso es menospreciar al otro para sentirnos superiores, al menos hasta que alguien nos infravalore a nosotros, que ni faltan motivos ni gentes con mala uva dispuestas a hacerlo.
La muerte, que es, paradójicamente, el último acto de nuestra vida nos iguala de forma más absoluta que cualquier Ley o Constitución, sin que le importe siquiera la calidad de la mortaja o del traje de madera que nos coloquen. Pena que no nos demos cuenta hasta el último día de que somos todos iguales.

Un forro en el inodoro (Poesía 3)

Me presento:
Soy el tarado mayor de este planeta.
Soy un caído del catre, un vagoneta,
un submarino sin lastre ni timón.
Soy un jeta.
Si digo “blanco”, decís negro,
rojo o verde.
Digo “te amo” y sólo respondés:
“merde”.
Cuando tu espejo me refleja
grito y corro.
Tu sano juicio me condena:
soy un forro.
Tu juicio
es la maligna consecuencia
de mi vicio,
el borde oscuro de mi propio
precipicio.
Comprendo
que se te haya terminado
la paciencia
y en un furioso ataque
de demencia
tu mano, buscando alivio
arroje el forro al inodoro,
que la cadena se deshaga del tesoro.
Y ahora, que tu sueño se cumple,
que el agua sucia me arrastra hacia la cloaca
te dejo como herencia una sonrisa,
el beso del final, una caricia
y un verso con marca de familia:
“que la garúa te refresque el bocho”.

Piantao Nº 2 (Poesía 2)

También yo estoy piantao,

aunque esté lejos de aquellas tardecitas.

Aunque la luna ruede por otra avenida,

y aquí no exista una calle Arenales.

Por vos puedo ser el último linyera,

viajar a Venus colado en el tranvía.

Lo que hace falta lo tengo casi todo:

el corso a contramano de niños y astronautas,

el medio melón que compré esta mañana,

el vals y la camisa que destiñe,

un par de chancletas estropeadas,

un trombón abollado que no funca,

los locos que me aplauden, como en Vieytes.

Tengo un poema destartalado en el armario,

nidos vacíos de gorriones desahuciados

y una autopista de cornisas sin peaje.

Tengo la risa, la ilusión y las campanas,

las ganas de vivir, la libertad, la chifladura,

el berretín de invitarte a reinventarnos,

el valor suicida de saltar al precipicio.

Tengo la exacta percepción de tu tristeza,

de tu antigua soledad anochecida,

pero tanta posesión no es suficiente

para volarte la cabeza y desvelarte el cuore.

No hay magia, ni ternura, ni demencia,

no basta estar piantao como una cabra

si tu mirada se ha perdido en otro cielo

y están tan lejos tu sábana y tu escote.

Milonga de la partusa (Poesía 1)

Escabiaba en la cantina
con un faso entre los dedos
cuando entraron medio en pedo
un pajarón y dos minas.
Una flaca, otra gordita,
las dos con muy buenas tetas.
El chabón iba en chancletas
y era medio mariquita.
El pánfilo y las percantas
relojeaban a la mersa
con ojos de gato persa
y boquitas de atorrantas.
Las minas pedían guerra,
el manfloro deliraba
y la flaca me junaba
jadeando como una perra.
Cuando iba para el servicio
la gorda me cerró el paso,
me dijo: ¿bailás, negrazo?
con cara como de vicio.
La gordita se pegaba,
la flaca guiñaba el ojo
y el trolo, que era más flojo
de a ratos se apoliyaba.
Me levanté a las dos naifas,
puse rumbo a la partusa
con las dos princesas rusas
y con aire de jailaifa.
Una vez en el bulín
les ofrecí una picada.
Puse jamón, ensalada,
mortadela y salamín,
vermú, vino tinto y soda
para aclarar el garguero
y se me alegró el jilguero
dispuesto para la joda.
Le encajé un beso a la gorda
y después otro a la flaca.
Hizo ruido la matraca,
pero las dos eran sordas.
Se zamparon hasta el tarro
de galletitas Exprés
y se chuparon después
hasta la leche del jarro.
Se fueron sin saludar
poniendo cara de orto,
contentas por el oporto,
y hartas de tanto morfar.
Así terminó la farra,
las percantas se piantaron,
el bulín me aligeraron
y yo me quedé en la parra.
Ni un vinillo me quedó
pa agarrarme una merluza,
se jorobó la partusa
y el jilguero se durmió.

El distinguido ciudadano (Cuento 1)

Cacho Mazzacane era un pibe como cualquier otro. Había terminado el bachillerato con notas regulares y se había pasado quince meses de servicio militar en Río Gallegos, pelándose el culo de frío y disfrutando de las bondades del viento patagónico. Hasta ahí, todo normal.
Un buen día me pidió que lo acompañase hasta la Municipalidad de Lomas de Zamora porque tenía que hacer no sé qué trámite de su abuelo, que estaba internado en un sanatorio con un cólico renal, o hepático, no recuerdo bien.
Una vez allí, tal vez para matizar la amansadora habitual, trabó conversación con una funcionaria cuarentona que, aparentemente, no tenía nada mejor que hacer, aparte de consumir hectolitros de café y encender cada nuevo cigarrillo con la colilla del anterior, aún sin apagar.
No es que Cacho resultase un tipo especialmente pintón –no lo era en absoluto-, pero el rigor del clima sureño le había curtido y bronceado la piel, y el hambre y el ejercicio le habían afinado la silueta; además, tenía a su favor toda la energía de los veinte años, así que no me extrañó nada que la oficinista se mostrase atraída por mi amigo.
Ella era, decididamente, un bicho canasto. Como la del tango, era flaca, fané y descangayada; chueca como un futbolista, lucía las gambardelas de tero bajo una minifalda de adolescente y ataba a la nuca su pelambre rala y grasienta, teñida en color zanahoria, con una banda elástica manchada de tinta para sellos.
El caso es que, seguramente enceguecido por el largo año de abstinencia forzosa sumado a la natural urgencia de la juventud, mi compinche terminó ligándose a “Miss Burocracia ‘68”. Como sea, la susodicha, orgullosa de su conquista tras un largo período de mishiadura camera –ella también, más por falta de candidato que de intención- le daba a su flamante mascota todos los gustos. Ayer unos zapatos, hoy una camisa, mañana un traje, el esperpento iba compensando en especie el sacrificio de contemplar su figura sin el piadoso envoltorio de la ropa y soportar su aliento de nicotina espesa.
Cuando parecía que a la pobre mujer se le habían acabado las recompensas, una tarde se apareció con un diploma de la Secretaría de Obras Públicas del municipio, enmarcado en madera pintada en dorado, y que rezaba: “Al Señor Don Carmelo Mazzacane, Ciudadano Honorable de Lomas de Zamora, en reconocimiento a su magna obra”. Firmaba nada menos que el Intendente en persona.
A Cacho, que jamás había figurado en ninguna parte, ni siquiera en el Cuadro de Honor del colegio, se le iluminaron los ojos de felicidad. El que jamás hubiera tenido vínculo alguno con las obras públicas, o con el municipio –había vivido siempre en Avellaneda- y que su “obra” en vez de magna fuera en verdad nula, carecía por completo de importancia. El diploma era real, tenía su nombre y figuraba como ciudadano distinguido.
Sin embargo, el pajarraco mecanógrafo, que con este regalo –el más apreciado de todos- intentaba contentar a su amante para retenerlo a su lado, se cavó su propia fosa. Al día siguiente, Cacho me pidió que lo acompañase hasta la Municipalidad de Lanús.
Allí, la seducida fue una gordita de anteojos. Con el tiempo ella también le fue comprando regalos, pero lo que Cacho quería era el diploma. No le importaba cuál fuera el organismo que lo otorgase ni el motivo; solamente debía llevar su nombre, “Carmelo Mazzacane”, bien visible y a poder ser en letra gótica, que hacía más fino.
Una vez cumplido su objetivo, Cacho cambió de Municipalidad y de bagayo –todas, invariablemente, eran feas, como si ese requisito formara parte ineludible del ritual-. Así, conmigo como adláter a falta de algo mejor que hacer, Don Carmelo Mazzacane fue, sucesivamente, Ciudadano Ilustre de San Isidro, La Matanza, Florencio Varela, Tigre, La Plata y todo el resto del conurbano bonaerense.
Además, como su nombre y el mío quedaban registrados en cada Intendencia, nos comenzaron a llover invitaciones a comidas, copetines, inauguraciones y actos protocolares en tal cantidad que ocupaban casi todo nuestro tiempo y no nos permitían pensar siquiera en la posibilidad de trabajar.
La verdad es que comíamos de primera. Canapés, sandwichs de miga, saladitos, masas finas, bombones, champán y jerez formaban parte de nuestra dieta diaria. La ropa que le regalaban las chirusas a mi amigo daba para vestirnos a los dos como dandys y su condición de “Ilustrísimo” nos proveía de pases gratuitos en las empresas de transporte, de modo que casi no necesitábamos dinero para sobrevivir.
Sin quererlo, la concurrencia asidua a tanta francachela oficial nos fue llevando a conocer a mucha gente importante, así como a saber de sus necesidades y sus posibilidades; de ahí que, un poco por inercia, nos fuimos dedicando al tráfico de influencias –en realidad, sólo yo lo hacía, al otro sólo le interesaban los diplomas- y al cobro de jugosas comisiones que al poco tiempo nos reportaron una aceptable fortuna y nos permitieron extender nuestro radio de acción a las otras provincias argentinas. Así, cada mes un nuevo Gobernador estampaba su rúbrica debajo del consabido “Carmelo Mazzacane, Distinguido Ciudadano”, en letra gótica, como es debido. Incluso llegamos a tener diplomas de Montevideo, Punta del Este y Asunción del Paraguay, o sea, lo que se dice una incipiente “proyección internacional”. También, justo es decirlo, aumentó la calidad de las comidas y de las pilchas y llegamos a tener coche nuevo con chófer y todo.
“Diversificar” es la palabra mágica de nuestros tiempos, y dicen que la inteligencia es la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, de modo que ahora me dispongo a planificar los pasos a seguir para dar el salto al extranjero, habida cuenta de que el negocio local está a punto de tocar techo y que Cacho sigue obsesionado con ampliar la colección.
El taladro eléctrico de mi amigo y socio continúa perforando sin descanso las paredes del despacho –un lujoso piso que hemos comprado en el barrio de la Recoleta- para colgar las nuevas distinciones. Frente a mi escritorio, sobre la única pared que queda libre de trofeos, un poster a tamaño natural me muestra la foto de los dos viejos cómplices abrazados y sonrientes, impecablemente trajeados y acicalados. Las letras, que no son góticas sino rojas y muy grandes, expresan las dos palabras que tiempo atrás nadie, ni siquiera nosotros, hubiera osado pronunciar: “MAZZACANE PRESIDENTE”.


3º premio concurso literario "Francisco Castañeda Guerrero", Avellaneda, Buenos Aires (2002)