sábado, 27 de junio de 2009

El Tabernáculo (2ª parte)

El Tabernáculo
(dos)
Hay poca gente a esta hora en el Tabernáculo. Sobre la mesa de un rincón, el Hipnopolita da cuenta de su cuarta cerveza mientras garabatea en un trozo de papel arrugado alguna de sus elucubraciones filosóficas. En otra mesa, más cerca de la puerta, una pareja madura de clientes de paso bebe con parsimonia y casi sin hablarse un par de gin tonics.
Parecen un matrimonio de muchos años, de esos que ya casi no tienen nada que decirse, que hubiera hecho un alto en el camino de su rutina para calmar la sed o mitigar los efectos del intenso calor de afuera.
Tal vez todo sean fantasías mías y nada de esto sea cierto. También podrían ser dos antiguos novios de la adolescencia que se han reencontrado por internet y en la primera cita están descubriendo que ninguno de los dos se parece en nada al que fue.
Lo cierto es que con tan pocos clientes no tengo casi nada que hacer, así que mientras repaso por enésima vez los vasos con el trapo, me dedico a imaginar qué clase de personas podrían ser aquellos clientes que no conozco de nada. Lo malo es que se marchan sin darme apenas indicios que me permitan confirmar si mis especulaciones fueron acertadas.
El señor de Tossa y Maritere están sentados frente a la barra, butaca de por medio. Se conocen de vista, de verse aquí, en el Tabernáculo, como clientes habituales que son, pero, que yo recuerde, jamás han intercambiado más que el saludo habitual entre los parroquianos cuando alguno llega o se marcha. Él bebe una cerveza sin alcohol y ella un ron con cola.
No puedo decir a ciencia cierta si el señor de Tossa se dirige a mí o intenta establecer conversación con Maritere, pero sí que esa historia ya me la ha contado antes. Ella escucha con más atención que yo el relato de cómo una foto suya, sentado en un sillón de un hotel de Tossa, sonriendo mientras sostenía las dos muletas que entonces llevaba, dio origen al apodo que ahora ostenta con orgullo.
Dice que tanto la foto como el bautismo se los hizo su ex pareja, una mujer maravillosa que también había dado a una calle ignota de Sitges, pegada a la vía y en marcada pendiente, el nombre de “La Cuesta de Cambalache”, porque él le había cantado ese tango mientras ascendían la cuesta un día cualquiera, como forma de no pensar en el esfuerzo al que le obligaban las muletas y su pie enfermo.
Después de una pausa, es Maritere la que rompe el silencio para preguntar qué fue de ella.
Quién sabe, dice el señor de Tossa. Tal vez, en realidad ella haya sido solo un hermoso sueño y una mujer así jamás haya existido. Tal vez sólo haya habido por mi parte el deseo de que ella fuera parte de mi vida, pero yo prefiero creer que fue real, que no ha sido sólo una ilusión.
Supongo que le tuvo miedo al futuro y por eso se refugió en su pasado. El futuro es impredecible, pero al pasado podemos modificarlo, porque los recuerdos se pueden manipular para que se adapten a lo que nosotros queremos que haya sido nuestra vida y así, el que fue un cabrón pasa a ser, como por arte de magia, un ser bellísimo y viceversa. Yo ahora no soy más que uno de esos cabrones y ella alimenta su soledad con los recuerdos distorsionados de aquellas cosas que no se atrevió a enfrentar y cree que, en verdad, ha vivido como ha querido. Por lo que sé, está sola, refugiada en convertirme cada día más en un recuerdo negro, pero es joven, todavía, y no sabe cuánto puede llegar a pesar la soledad.
¿Pesa mucho?, pregunta Maritere.
La soledad es como la diabetes, sigilosa, silente, sibilina. Te come poco a poco,
con mordiscos suaves, casi imperceptibles. Como la diabetes, al principio pesa poco, casi parece que no está, porque se disimula en el hedonismo de ocupar cuando se nos canta el mejor lugar de la cama, de comernos la tostada menos quemada, de no tener que esperar para ducharnos, de asistir a todos los conciertos de los Redondos sin que el no tener con quién dejar a los hijos nos lo impida. Para mejor, a veces, nuestra soledad se interrumpe por un rato en un espejismo de amor, que durará hasta que el otro se harte de comerse siempre la tostada quemada.
Y así vamos por la vida, hasta que un día viene el tordo y te dice que los riñones no te funcan como antes, que en cualquier momento la podés palmar de un bobazo, que el pajarito no te va a cantar como cantaba o que el glaucoma te va a hacer compartir visiones con Borges.
Ahí te das cuenta de cuánto pesaba la carga que llevabas, porque tenés todas las tostadas para vos, fuiste a todos los conciertos de los redondos y seguís duchándote (o no) cuando te da la gana, pero a tu lado no hay un perro que te ladre. Y sabés que te vas a morir, tal vez pronto, con la certeza de que te vas a pasar una eternidad en solitario, alimentando a los gusanos. Y entonces te das cuenta de que a las tostadas quemadas las podrías haber raspado un poquito antes de comerlas, para mejorarles el sabor, de que, al final, los Redondos siempre tocaban las mismas canciones que en los discos, de que mientras esperabas turno para la ducha podrías haber cebado unos mates para matar el tiempo.
Ahora es el tiempo el que te va a matar a vos. La Parca está ahí, ¿ves la guadaña? Y tu osamenta destartalada corre hacia el final del camino a más velocidad que el jamaicano ese, el Bolt, y vos te ves correr como el correcaminos a pesar de que sobre tus hombros cargás el bulto de tu soledad que, ahora sí, sabés que pesa toneladas.
De todas formas, yo sigo cantando, aunque sólo sea para mí y a la Cuesta de Cambalache se le ha quedado ese nombre para siempre, eso ya no habrá quien lo pueda borrar. El señor de Tossa todavía sonríe en la foto, y ya no necesita muletas.
Después de un intervalo de silencio que parece eterno, el señor de Tossa pide otra cerveza y Maritere canta, con una voz casi inaudible, una melodía que parece un tango: “Muchacho, que porque la suerte quiso, vivís en un primer piso de un palacete central....”

miércoles, 3 de junio de 2009

El Tabernáculo

El Tabernáculo

(uno)

Cuando me hice cargo del Tabernáculo no se llamaba así. Su propietario anterior lo había llamado “El Floridita”, tal vez creyendo que resultaba de lo más original bautizar de esta guisa a un bar de mala muerte, supuestamente especializado en servir mojitos de ron de garrafón.

Ahora sigue siendo un bar de mala muerte, pero la bebida es buena, los precios asequibles y está atendido por un escritor, cosa que le da un cierto aire a cosa distinta, aunque esta característica mía no se deba corresponder, necesariamente, con mis habilidades para estar detrás de la barra.

Tampoco es que el nuevo nombre del tugurio sea un dechado de capacidad creativa, pero se lo puse porque desde pequeño me llamó la atención que, para designar a un templo religioso, se utilizase una palabra sacrosanta que está compuesta por otros dos vocablos que, por el contrario, están, por así decirlo, estigmatizados y anatematizados por la religión al uso, como lo son “taberna” y “culo”, ambas símbolos claros del pecado en sus más bajas formas.

Como diría Sabina, pongamos que hablo de Madrid, pero sólo por decir algo, por darle al Tabernáculo una ubicación aleatoria, ya que bien podría estar en la capital de España como en Barcelona, Chicago, Buenos Aires o Hong Kong. Eso no afectaría demasiado a sus clientes, gente común y corriente de una gran urbe como cualquiera. ¿Importa de verdad si se trata de una ciudad o de otra? Al fin y al cabo, las grandes metrópolis son como los centros comerciales: las mismas tiendas, la misma ropa, los mismos colores, la misma fiebre consumista, las mismas ansias de querer y no poder, las mismas prisas para ir hacia ninguna parte, los mismos viejos comprando el último videojuego para el nieto, los mismos adolescentes corriendo como pollos sin cabeza por los pasillos, detrás del último modelo de zapatillas o de aparato japonés para quedarse sordo escuchando a todo volumen la imitación de los ruidos urbanos que produjo en su computadora el último pope de la música electrónica casera, alguien a quien mañana nadie recordará, porque habrá sido remplazado por un nuevo genio efímero, seguramente más joven aún que su antecesor.

Gente común, en suma. La misma gente común que, en cuanto las circunstancias se lo permiten, se meten en sitios como el Tabernáculo después de haber perdido infructuosamente el tiempo buscando quién sabe qué entre un conglomerado de grandes edificios que no tiene nada que ofrecer, que les ha mentido siempre y les volverá a mentir mañana, que les roba su energía y su ilusión a cambio de unas migajas de hastío y de vergüenza por no haber podido ser ni tener aquello que habían querido.

Pues eso, oficinistas cagatintas, médicos toxicómanos, abogados corruptos, peluqueras parlanchinas, putas de esquina y de libro de familia bendecido, pescadores malolientes. Gente sin más, como usted y como yo, esa es la clientela del Tabernáculo, nada de otro mundo, como se puede apreciar.

Y yo del otro lado de la barra. Un escritor con poca imaginación que mira pasar la vida, las vidas ajenas y la propia con más pena que gloria, acechando el paso casual de alguna historia interesante para jugar a ser Dios, transformándola un poco, intentando darle cierto brillo literario para que lo escrito en el papel atraiga, aunque sea sólo por un instante, la vista abotargada de algún lector desprevenido.

La casa invita. Esa fue la frase mágica, desde que se me ocurrió la idea, para conseguir que los propietarios de las historias me las cedieran a cambio de un par de vasos de licor. No es tan mal trato, al fin de cuentas. Ya dije que sirvo bebida de buena calidad y nadie me aporta más que historias devaluadas, ajadas por el paso del tiempo y borroneadas por manchones de mugre existencial indeleble.

Por eso, amigos, que nadie se engañe. Las historias que vendrán a continuación interesan tan poco como las vidas y el destino de sus protagonistas, como mi propia vida y mi propio destino, como la vida y el destino de cada uno de quienes lean estas líneas, remeros y navegantes a un tiempo de este barco sin timón que no va a ninguna parte, en el cual voy a asignarme a mí mismo el papel de Caronte ciego y sin brújula. Luego no digan que no les avisé.