viernes, 4 de junio de 2010

De vida o muerte (Humor 1)

¡Cómo han cambiado los tiempos! Hasta hace muy poco, cuando una persona cometía una fechoría o un crimen y salía en la prensa, se hacía referencia a ella denominándola “el ladrón”, “el asesino”, “el autor material del hecho”, etc.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte se han alzado desde muchos ámbitos, voces de protesta reclamando respeto a la presunción de inocencia que el sistema legal vigente debe garantizar a todos los ciudadanos. No les falta razón, porque muchas veces se señalaba a alguien que luego las pruebas demostraban que era inocente, provocándole un daño la mayoría de las veces irreparable. Hasta aquí, me parece razonable.
El problema es la exageración. La irrupción de la palabra “presunto” en nuestras vidas es un torrente imparable y aquello que empezó como un intento de proteger la integridad de las personas frente a aseveraciones que podían ser erróneas, hoy, por su uso excesivo, puede llevarnos a abrigar dudas incluso sobre nuestra propia existencia, como en mi caso.
Hace unos días me dirigí al Ayuntamiento del pueblo donde vivo a solicitar una fe de vida. Fui en persona, acompañado de mi correspondiente documento de identidad vigente, y fui atendido por una diligente señorita que en pocos minutos me extendió el correspondiente certificado, firmado por el Secretario de dicho Ayuntamiento. Después de leer el documento que me entregaron, ya no sé si estoy vivo o no.
El caso es que en el documento se dice que yo, hijo de mi padre y mi madre, domiciliado en tal sitio, nacido en tal día de tal mes y año, “vivo en el día de la fecha” pero, y aquí el quid de la cuestión, que tal cosa se declara “con valor de simple presunción”.
Hablando en plata, el funcionario “presume” que estoy vivo, a pesar de estar viendo a una persona debidamente identificada y que presenta signos vitales inequívocos (perdón, presuntamente inequívocos) tales como respirar, andar, hablar, etc. y ninguno de estos hechos le permiten afirmar rotundamente que soy un ser viviente.
La primera duda que me asaltó fue la de qué clase de fe de vida me estaban dando y qué valor legal podría tener el documento para la entidad que me lo exige, porque puestos a presumir, ya pueden ellos mismos suponer que estoy vivo sin necesidad de que un funcionario certifique tal presunción.
Pero, más allá, se me generan dudas tremendas en el plano existencial. ¿Estaré realmente vivo? De acuerdo a lo que afirma (o, más bien, a lo que deja de afirmar) el funcionario, podría ser que no. A ver si ahora resulta que me he muerto sin avisar a nadie, ni siquiera a mí mismo.
Si es así, juro que fue sin intención, prueba de ello es que (presuntamente) ni yo lo sabía. ¿Y quién es, entonces, el (presunto) impostor que solicita la certificación haciéndose pasar por mí? A ver si me ha matado él. Entonces sería mi presunto asesino.
Pero bueno, que tampoco hay que ser tan alarmistas, que puede que no esté vivo, pero también puede que no esté muerto, al menos hasta que algún funcionario lo certifique. Podría ser un “no muerto”, claro, un “zombie”. Bueno, un “presunto zombie”.
Pensándolo bien, cabe la posibilidad. Yo siempre había atribuido mi torpeza para el baile y los deportes a mi presunta condición de patoso, pero si fuera un zombie tales características se explicarían por sí mismas, igual que el tamaño de mis ojos, que yo suponía un arma de seducción. O el rechazo terrorífico que provoco en la mayoría de las mujeres, o la risa que les produzco a los niños.
Si estuviera muerto, creo que debería pedir una fe de muerte. El tenor del documento sería más o menos así:
“Se presenta el Sr. N.N., en adelante el presunto occiso, córpore insepulto, acompañado de esposa, hijos, familiares y demás deudos, más seis señores forzudos que transportan la caja de pino, para que esta Secretaría certifique su defunción, habida cuenta que no presenta signos vitales visibles, que el rigor mortis ha llegado a su punto máximo (cosa que le impide estrecharnos la mano como indican las normas de urbanidad) y que el supuesto cadáver comienza a desprender un olor ligeramente acre. El occiso entrega también un certificado de muerte clínica expedido por médico colegiado, papel al que le falta un trozo que ha quedado entre los dedos del susodicho, afectados, como hemos dicho, por el rigor mortis
Se procede a certificar el óbito con simple valor de presunción, ya que el Sr. N.N. no responde a ninguna de las preguntas que se le efectúan”.
En fin, que voy a ver si me aclaran las dudas en el bar. Tal vez resulte cierto aquello que decía la canción: “no estaba muerto, estaba de parranda”… Presuntamente…