martes, 20 de abril de 2010

LA CIUDAD FANTASMA (Artículo periodístico 7)

Cuando regrese a Barcelona y ya no estés allí, seguramente la encontraré transformada en una de las ciudades invisibles de Calvino, inasible, incorpórea y extraña. Una ciudad donde se mezclan las personas y cosas que la habitan ahora con las que la componían cuando yo vivía en ella.
Sin embargo, éstas ya no están, son espectros que flotan en alguna parte, pero ya no se puede encontrarlos en los lugares que ocupaban y vagan sin rumbo como sueños extraviados.
Otras son las dos cosas a la vez, o sea, están allí, no se han marchado, ni se han muerto, ni se han movido un centímetro de su sitio habitual, pero ya no tienen nada que ver conmigo porque uno de los dos, o ambos, ya no quiere saber nada del otro. Familiares que te niegan el saludo, amigos que dejaron de serlo, tiendas y bares que cambiaron de dueño y perdieron el encanto.
Me hubiera gustado llevarte al Roca, un tugurio del Raval que ya no existía cuando te conocí. Era un boliche infame, es cierto, con un solo baño destartalado para hombres y mujeres, con poquísima luz para disimular la mugre y un ejército de cucarachas a las que sólo les faltaba ayudar a poner las bebidas en las mesas, con un horrendo equipo de sonido por el que salía muy buena música..
Un día volví, después de cierto tiempo y me lo encontré cerrado. Entonces supe que ya no sabría nada más de Pere, su dueño, con quien una vez celebramos juntos nuestros cumpleaños (nacimos el mismo día) y quien solía aprovechar que yo pedía un tequila para servirse otro para él y brindar por cualquier cosa varias veces. Si el bar estaba vacío, solía sentarse a nuestra mesa a conversar, harto de colgados y yonquis pasados de coca y sin cerebro.
¿Qué habrá sido de Alí? El chiringuito está todavía, creo, casi al final de la Rambla del Raval, con ese rótulo que lo distingue como “griego” a pesar de que nunca fue más que uno de los tantos restaurantes de kebab que hay en Barcelona, regentados por moros o paquistaníes. Alí, con su eterna sonrisa y llamándote “amigo” remarcaba la diferencia ofreciendo una copita de ouzo al finalizar la comida. Nunca supe si lo hacía con todo el mundo o sólo con los que le caían bien, pero lo cierto es que ni a mí ni a mis acompañantes circunstanciales nos faltó jamás nuestra ración del anisado heleno mientras Alí estuvo detrás de la barra. He vuelto varias veces, pero sólo porque es uno de los pocos sitios en donde todavía se puede comer un kebab de cordero, cuando en la mayoría sólo sirven pollo o ternera, pero ya no está Alí, ni tampoco te ponen ouzo.
La Fonda Riera tampoco es lo que era desde que sus nuevos dueños, no sé si filipinos, moros o paquistaníes (como lo son los de la mayoría de los negocios del barrio) le hicieran un lavado de cara. Tal vez la comida sea de mejor calidad e incluso es indudable que el local ha ganado desde el punto de vista del confort y la higiene, pero ahora es uno más, uno de tantos otros sin ningún rasgo distintivo. Frío, impersonal, desangelado.
Casi en diagonal, en la acera de enfrente, el viejo Almirall hace ya años que cambió de dueños, remozó algo sus instalaciones, aumentó su iluminación, empeoró su música ambiental al gusto de sus nuevos propietarios, más afectos al pop y a las nuevas tendencias que al blues y el jazz que priorizaban los anteriores. Este último detalle, sumado al considerable aumento de los precios de las consumiciones, decidió mi mudanza una veintena de metros más allá, hacia la Granja de Gavá.
El fantasma de Paco cruza la calle Fernandina todas las mañanas como lo hacía antes, para ir a comprar el periódico, sin reparar en los vecinos que lo saludan mientras él va distraído, pensando quizás en los años de la guerra, cuando estuvo preso en un campo de concentración. Esos años que él definía como “los mejores de mi vida, porque me los pasé leyendo, que es lo que más me gusta hacer, y encima me daban casa y comida”. Un poco de humor para ocultar los horrores de una guerra absurda, como todas.
Hay más fantasmas en la ciudad y en el barrio que fueron míos, como la sonrisa de Rubianes y el estanco de Adelina. Y yo mismo, que me fui varias veces por perseguir quimeras bajo otro cielo, pero que siempre, como cada vez que me fui de algún lugar, acabo volviendo a reclamar mi cachito de propiedad. Yo también soy un espectro, otra de las visiones de Calvino, al menos hasta mi enésimo regreso.
Y ahora vos. Fantasma con cara de ángel y título recién estrenado pedaleando en bici por la Barceloneta hacia ninguna parte mientras un coro de gatos atorrantes con pañuelos blancos maúlla en coro pidiendo que regreses en la Plaza de Tetuán.
Barcelona sigue latiendo, indiferente a sus espectros, a vos y a mí, a los fantasmas del Roxy y a los de cada cual, segura de que todos y cada uno iremos, tarde o temprano por el mismo camino para volver, aunque sea en sueños, a caminar por la Rambla bajo el sol de primavera.