HIJOS
La mayoría de
los seres humanos cumplimos el mismo ciclo vital. Sucesivamente somos hijos,
padres, abuelos y algunos, los más longevos –o los más precoces- llegan más allá y el único de estos ciclos
que cumplimos todos, inexorablemente, es el
primero. Los otros quedan librados a la voluntad o al azar.
Todos
somos hijos, biológicos, adoptivos, putativos (con perdón) y tenemos la
característica común de que no elegimos nacer, ni tampoco a nuestros padres, ni
a nuestros hermanos, ni al resto de la familia. Nos ha tocado lo que hay, como
en la lotería, y punto.
Otra
cosa que tenemos en común los hijos es que solemos ser muy injustos con
nuestros padres. Algunos tenemos suerte y nos tocan progenitores “normales”,
mientras otros tienen que padecer a cretinos de distinta laya: puteros (o su
equivalente femenino), borrachines, drogadictos, ludópatas, golpeadores,
corruptos, ladrones, proxenetas, etc., pero todos nos quejamos de lo que nos ha
tocado, porque queremos que nuestros padres sean perfectos, los mejores del
mundo y sólo son humanos, con virtudes y defectos. No nos basta con que nos den cobijo,
alimento, educación y cariño, queremos más. Exigimos más.
Para
justificar esas exigencias usamos el argumento de que no pedimos nacer y que nuestros
padres tienen la obligación de satisfacer todos nuestros caprichos, ya que
fueron ellos quienes quisieron tener hijos. Esas cuatro palabras –cobijo,
alimento, educación, cariño- nos parecen una miseria, un simple trámite que
ellos deben cumplir porque para eso nos engendraron.
En
realidad, somos obra del azar. Nuestros padres se han limitado a copular
calculando aproximadamente la fecha de una posible fertilización y el resto es
pura casualidad. Si la fecundación se hubiera concretado un mes antes o
después, habría nacido otra persona. Ellos tendrían un hijo, sí, pero no el que
tienen ahora y, además, ¿qué es lo que nos lleva a pensar que somos exactamente
el hijo/a que ellos deseaban? Entre nosotros también abundan los crápulas y los
que intentamos no serlo a veces actuamos como tales. Encima pretendemos tener inmunidad y nos
creemos los dueños de la verdad absoluta.
Por
sistema, olvidamos que las leyes delimitan obligaciones paternas desde hace muy
poco tiempo, que éstas tampoco son tantas y que si nuestros progenitores han
cumplido con ellas es porque han querido. Siempre ha habido gente que se salta
las leyes y ellos también habrían podido hacerlo. Cuando unos padres asumen
algo como obligatorio es porque quieren hacerlo, sin más, y no porque algo o
alguien se los imponga.
Los
padres suelen avergonzarnos por infinidad de motivos: porque se llevan mal –
tanto si siguen juntos como si se separan-, porque ganan menos dinero que
otros, porque no pueden llevarnos a la playa más exclusiva, o no nos pueden
comprar determinada marca de zapatillas, porque creemos que son catetos, porque
son viejos, porque están gordos, porque se meten en negocios o inversiones que
no resultan. Da igual, todo es culpa suya.
Sin
embargo, solemos olvidarnos de que, a veces – y no pocas- nosotros también les
avergonzamos a ellos. Cuando suspendemos materias y repetimos curso, cuando
dejamos de estudiar y no por falta de capacidad, cuando nos volvemos
indolentes, cuando somos soberbios y orgullosos con nuestros propios hermanos,
cuando pretendemos estirar la adolescencia hasta los treinta, cuando comprueban
que no respetamos ciertas normas que nos han intentado inculcar – de tolerancia,
de respeto-, pero nada de esto nos importa, porque nos creemos que somos el
mejor hijo/a que hubieran podido tener.
Casi
todo lo que hacen es, para nosotros motivo de crítica y muchas veces no les
dejamos margen de acierto, por ejemplo: les pedimos libertad para volar, pero
les recriminamos que no hayan hecho nada para evitar que nos diéramos un
porrazo cuando nos la dieron.
Así,
les vamos apartando de nuestras vidas, como a un traje viejo que ya no vamos a
ponernos. A veces, vamos madurando y la vida nos hace entender que sus
decisiones no eran tan malas – ahora tenemos hijos, también tenemos que
tomarlas y comprobamos que no las hay más adecuadas-, nos vamos olvidando de
que alguna vez les dijimos que no les llamábamos porque teníamos que pagar la
llamada o alguna burrada por el estilo y queremos decirles que los queremos,
que les damos las gracias por ayudarnos a ser lo que somos, por habernos
querido, educado, mantenido y protegido, por haber aceptado nuestros defectos.
Entonces
vamos al teléfono y marcamos su número. A veces nos atiende la misma voz
familiar, más vieja y cascada que antes, pero siempre la misma. Otras no
responde nadie, dejándonos con la incertidumbre de si no lo hace porque
simplemente ha salido o porque se nos ha hecho demasiado tarde y al otro lado
de la línea ya no hay nadie, o hay alguien tan cansado y golpeado que ya no
puede ni quiere responder.